Otra vez cedí a la tentación. Me quedé un rato sin página concreta y me sumergí de nuevo en mi Quijote. Y de esto hace ya bastantes días. De hecho ando ya por la segunda parte; nada menos que en el capítulo XXIII. Parece como si muchos días de mis meses de agosto estuvieran reservados a pasarlos cerca de este texto tan amplio, tan extraño, tan fantástico, tan universal, tan encogido en algunas cosas, con tantos fallos menores y con tantos aciertos mayores.
Me apetecería un montón dedicar un curso a leerlo con calma con un grupo de personas. Aquí hay materia para razonar hasta el día del próximo diluvio universal. Y me gustaría compartirla. Estaría dispuesto a proponer guión de comentario para cada capítulo. Y allí saldría lo humano y lo divino, lo grande y lo pequeño, lo sublime y lo mezquino, lo bello y lo feo, el egoísmo de cada ser humano y sus ratos de bonhomía.
Y todo -y esto sería lo más interesante para mí, y seguramente para cualquiera- no para el ser abstracto o intemporal sino para cualquier ser que puebla las aceras por las que caminamos y por las calles que hollamos cada día. Sería fantástico comentar las bondades o las maldades del gobierno, por ejemplo, personalizándolas en Cipri o Alejo. O la estructura familiar de cualquiera de nosotros. O la actividad de la justicia pensando en nuestros juzgados. O las imposiciones de la iglesia. O el sistema político en el que nos movemos. O la estructura de nuestras bodas. O los noviazgos. O los efectos de la lectura. O la importancia de las letras y las armas. O… Este libro lo contiene todo, absolutamente todo; es una esponja que secaría el mar si quisiéramos exprimirla.
Para asuntos de este tipo no tendríamos que jubilarnos nunca. Nunca. Creo que, al final, atraeríamos a los aledaños del libro incluso a aquellos más reticentes y les haríamos sumar sus opiniones desfavorables para hacer algo aún más completo.
Ando con don Quijote saliendo de la cueva de Montesinos y dispuesto a contar todos sus encantamientos debajo de tierra. Se ha dejado descolgar por Sancho y el primo del licenciado, sabedores de la mentira y la patraña de todo el negocio. Y los dos colegas no le conceden ni una pizca de conmiseración. Pocas veces Sancho se muestra más socarrón que cuando lo despide: “!Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe, otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz de esta vida que dejas por enterrarte en esta escuridad que buscas!” Por alguna extraña razón, se me vienen a las mientes aquellos versos de don Antonio Machado tan irónicos: “Buen don Guido, ya eres ido, y para siempre jamás”. O incluso esos maliciosos ánimos que se ofrecen a cualquiera cuando se conoce que el fin no es precisamente ventajoso para el animado.
Y eso que el bueno de Sancho enseguida se raja y se pone llorica cuando, al tirar de la cuerda, no encuentra resistencia y sospecha que don Quijote se puede quedar adentro. Mentiras, encantamientos, la verdad a contrapelo, la huida hacia adelante. Todo, si es que está todo en etas páginas. Y casi en cualquiera de las del libro.
Estos ratos me ayudan a soportar mejor los calores sofocantes de estos días y los malos humores que ciertas visitas a Salamanca me producen. Y no diré más. Que mañana también amanecerá Dios y medraremos. Y además, dentro de un ratito, vendrá mi Sara a verme. Y este tesoro pequeñito sí que es resumen de todos los resúmenes.
miércoles, 19 de agosto de 2009
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