Comenzar un nuevo día con Sara en esta casa es otra cosa. Es un día de fiesta sin descanso, es un aguardar a que abra los ojos y se deje coger y acariciar en su piel de bebé, es ver la vida que comienza, es anotar que todo puede ser y que aún no es, es olvidar que hay penas por el mundo.
Hoy es un día de esos. Hasta que se nos vaya, cuando caiga la tarde, hacia otros sitios. Mientras tanto, me aprovecharé de ella y de sus incipientes risas.
Y seguiré en el cauce de los días, con la rapidez del paso del tiempo y con la lentitud de mis sensaciones en estos días de calor sofocante.
El tiempo de verano es época de mayor cumplimiento de los ritos y de las costumbres, de esos tópicos en los que las comunidades están encerradas y que configuran sus espacios y sus tiempos mucho más de lo que pueda parecer a primera vista. Cualquier día es bueno para pensar un poco en ellos, pero estos días de desenganche laboral y horario lo son un poco más.
El azar de la lectura me lleva, una vez más, hacia una de las costumbres que más configura la identidad de esta comunidad. Se trata de la leyenda de “Los Hombres de Musgo”. Desde la creencia más imbécil y bobalicona hasta los intentos de documentación más singular y de erudición más menuda hay para todos los gustos. Y estamos en el S XXI.
Recojo del Quijote un par de manifestaciones que no hacen otra cosa que confirmar algo sencillamente elemental y que cualquier mente que aspire al abecé tendría que aceptar y dejarse de cualquier otra digresión.
Capítulo XX, segunda parte. Estamos en el episodio de “Las bodas de Camacho”. Sancho ya está haciendo de las suyas y su boca se le hace agua ante tanta abundancia comestible. Se le han sacado de una tinaja “tres gallinas y dos gansos” (dejemos que las hipérboles también se solacen, que andamos de boda) y ya tenía permiso para embaular todo lo que su cuerpo le permitiera. Y en estas estaba cuando comenzaron las danzas a entrar en la campa. Una de ellas era la “danza del artificio y de las que llaman habladas”. Y… “Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan natural, que por poco espantaran a Sancho.” ¿Es que no queda claro que se trata de un motivo natural de adorno para cualquier fiesta, fundamentalmente de primavera o de verano? Este artilugio y vestimenta eran absolutamente normales en cualquier mascarada o festejo de la época. No hay más. Ni falta que hace.
La segunda muestra está aparentemente más diluida para la cita textual pero termina por ser más frondosa por abundante. Cualquiera puede sumergirse en los capítulos del castillo de los duques (tal vez la parte que definitivamente catapulta a toda la obra hasta el nivel más elevado en todos los sentidos) y encontrará en ellos carros y carretas, disfrazados de todo tipo, trifaldis y disciplinantes, clavileños y boscajes. En fin, para dar y tomar salvajes y hombres de musgo y hoja.
Luego viene toda la parte interesada y localista, la tontería inmensa de la reconquista con hombres disfrazados de esta manera, la unión de la milicia y de la iglesia en el mismo poder, su exaltación pública en la procesión… Y la unión sumisa del vulgo, explotado pero contento, en hilera y aplaudiendo hasta con las orejas.
Creo que pronto se publicará un libro que rastrea la existencia de este tipo de monstruos en la época medieval y moderna. No llegará mucho más allá de describir muchos más ejemplos, que se añaden a los dos indicados en estas líneas, y a las mismas conclusiones que las que dicta el sentido común. Pero acaso parezca todo un acontecimiento. Y hasta tal vez abra los ojos a algún ciego de los que no quieren ver. Si al menos sirve para eso…
viernes, 21 de agosto de 2009
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