lunes, 10 de agosto de 2009

¿ADÓNDE QUIERES IR A PARAR?

Este asunto de las palabras debería servir para facilitar la comunicación. ¿Hay que insistir todavía en eso? Y controlar el sistema que organiza las palabras (su articulación fónica, sus componentes morfológicos, sus relaciones sintácticas, sus precisiones significativas, sus contextos, sus cambios y adaptaciones…) supone afinar un poquito ese instrumento de comunicación. Afanarse, entonces, en su conocimiento y en su buen uso parece que no es mala ocupación porque, en el fondo, supone controlar la fórmula que nos hace más humanos y menos animales instintivos.

La existencia de la palabra termina confundiéndose con el propio pensamiento. Pero no es el pensamiento, o al menos no es todo el pensamiento; es la cara que ofrece a los demás nuestro pensamiento, es lo que de nosotros mismos dejamos ver, la foto que los demás van a recoger de nosotros. Y, desde luego, no siempre coincide con lo que nos gustaría que los otros se llevaran como referente de nuestra organización mental.

Seguramente esto explica que nos pasemos buena parte del tiempo aclarando malos entendidos y tratando de precisar aquello que en realidad quisimos decir y que no fue entendido así por quien nos escuchaba o nos leía. Estoy absolutamente seguro de que muchos, muchísimos, de los enfados que se producen se solucionarían con una repetición serena de las palabras que en cualquier ocasión anterior se han pronunciado y que el interlocutor ha entendido de aquella manera.

La comunicación es asunto complicadísimo en el que intervienen múltiples elementos: emisor, receptor, código… Cada cual tiene que ocuparse de que su parcelita funcione lo menos mal posible. Y, aun así, los “ruidos” seguirán siendo notables. Entonces solo quedan el sentido común y la buena voluntad de las personas sensatas e inteligentes. Sin estos dos elementos, casi nada sale a flote.

Pero, ¿adónde quieres ir a parar? Y yo qué sé. ¿Es que tengo que ir a parar a algún lugar? En realidad, sí quiero ir a parar, pero me cuesta ser más concreto, precisamente por eso del sentido común y de la buena voluntad. Me quedaré en el genérico y afirmo que, en cualquier comunicación (conversación o escrito), es elemental escuchar, dejar hablar e intentar decodificar serenamente lo que nos transmita nuestro interlocutor. Aunque parezcan tonterías: en muchas ocasiones lo serán. Si físicamente no se produce la transmisión de palabras (o sea, si no se deja hablar), ¿cómo coño se puede decir más tarde que la opinión del interlocutor es buena o es mala, respetable o despreciable? Tengo la impresión de que, demasiadas veces, actuamos por prejuicios, que vete a saber por qué extraños (o menos extraños) motivos se han fijado en nuestra mente.

Pero cuando actúan estos prejuicios, corremos el peligro de desbarrar y de convertir la realidad en un cuadro sin marco y lleno de polvo, en un juego al servicio de nuestras necesidades inmediatas, que quedan demasiado al descubierto.

Me propongo mejorar en las conversaciones, dando más tiempo a la escucha que a mi propia palabra. Me guardaré, no obstante, una barrera: no quedarme puramente en el silencio. Al menos esto sí se me debería permitir. A cambio, reclamaré que no se usen mis pretendidas palabras en ningún sentido, al menos las que no haya pronunciado.

Estoy de vacaciones. Largas, muy largas. Estas líneas de hoy podrían servir de introducción en el estudio de la materia de un curso escolar y parece que hoy no tocan. Pero, aunque estamos en verano, también tocan: este asunto no tiene vacaciones en los humanos.

1 comentario:

Adu dijo...

Nada, nada: criticaremos tus palabras y especialmente las que no digas. Faltaría.
(El humor que no falte, es un antídoto contra casi todo).
Abrazos.