viernes, 18 de enero de 2008

TRILOGÍA DE GETAFE

He leído en los últimos días, con verdadero deleite, una trilogía de novelas juveniles. Se titula "Trilogía de Getafe" (recuerda aquello de "Trilogía de Madrid") y está escrita por Lorenzo Silva. Los títulos son estos: "Algún día, cuando pueda llevarte a Varsovia"; "El cazador del desierto"; y "La lluvia de París". No sé cuántos centenares de páginas dedicadas a ambientes y a ilusiones juveniles. Y me pregunto qué coños hago yo leyendo esta literatura (aparte de mis obligaciones profesionales) si ando cada día más alejado de estas edades. Lo que pide el sentido común es que me sintiera solo y solitario, "como un belga por soleares" o como una "verdura de las eras". Pues no, vuelvo a confesar que las he leído con verdadero deleite. Y se me ocurren dos causas que acaso -acaso- justifiquen este desajuste. Una es que sigo día a día al lado de ese mundo juvenil, con barreras de por medio pero ahí, al lado, viendo cómo crece la hierba y con la sensación de que todo el año es primavera porque cada curso retoñan brotes nuevos, frondosos y altivos. Y yo los miro y hasta los contemplo, los envidio y a veces tengo la impresión de que vivo en los arrabales del paraíso. La segunda me deja más perplejo pero acaso sea más profunda y verdadera: yo no tuve adolescencia ni primera juventud al uso ni con las mismas peripecias que las que suceden a todos los muchachos. La casualidad me llevó por otros derroteros con rezos y sotanas, con miradas al suelo y mundos encogidos, con disciplinas recias y con solo un sendero para la imaginación. A veces pienso si estos momentos de lectura no suplirán en alguna medida aquellas deficiencias. No sé, sigo en la duda y en ella me quedo. Pero me quedo a gusto, con la miel en los labios y con la sensación de que suceden cosas que merecen la pena por el mundo.
Tengo la seguridad de que estas lecturas cumplen otra función importante en estos años: la de ayudarme a entender un poquito mejor a los adolescentes y a los jóvenes, tan alejados de mí pero tan joviales, tan soñadores, tan impulsivos, tan...jóvenes. A cualquier profesor había que imponerle la lectura regular de obras cuyos protagonistas tuvieran las edades de sus alumnos. Seguro que las relaciones mejorarían desde la diversidad y desde la certeza de que cada edad pide sus recompensas y de que no hay que forzar lo que no es natural, pero sí con la comprobación de que cada edad merece también un respeto y una comprensión determinados. Pienso en tantos profesores que ni tienen hijos ni se mantienen con algún espíritu joven, que no se dan cuenta de algo elemental: ellos siempre cumplen años pero sus alumnos nunca porque cada año se renuevan. Corren el peligro de interpretar la vida siempre desde su propia ventana, sin saber que hay otras ventanas y otras puertas, las que corresponden a sus alumnos y a sus hijos. Estoy seguro de que la relación mejoraría, la comprensión y la tolerancia también. Y todos andaríamos un poco más relajados.

No hay comentarios: