Acabo de llegar de Valero. Hoy es la fiesta de Valero. Valero es mi pueblo. He vuelto por un rato al territorio edénico de mi niñez. Y enseguida han brotado todos los recuerdos. A pesar de ser un día de clase, no he podido por menos que matar el gusanillo y dejarme llevar para pasar unas horas por allí. El día magnífico de temperatura y de luz, la presencia de mis hermanos -también de Luis-, el bullicio de la gente, el resto de mi familia, la charla distendida con mis hermanos, las sensaciones de hallarme en territorio amigo, todo compone un cuadro agradable para mí. Hasta el punto de que con buenas ganas me he quedado de haber agotado un poco más el tiempo de la noche por sus calles y por sus peñas. Porque en las bodegas de Valero se sabe cómo se entra pero dífícilmente se sabe cómo se sale. Porque el serrano es una persona a la que le cuesta abrirse pero después le cuesta aún más cerrarse. Porque el ambiente en este día es todo sano y cordial.
Y luego viene eso de los toros, los mejores de la provincia después de los de la capital, y la gente que se acumula y todo lo que quiera añadir. Valero es mi llegada a la vida, es mi niñez, es mi refugio momentáneo, es el lugar de mi huida, de una huida buscada pero que tampoco me permito que dure mucho tiempo y casi siempre anda tasada en horas y minutos. Allí dejé en mis cortos años de niñez las ilusiones, una bruma en el tiempo y en el espacio, unos lugares anchos y verticales para mis pocos años, un sol siempre lejano y reluciente, el sonido del río, de los ríos de mi pueblo, del paisaje sempiterno de las encinas y de las jaras, de mis juegos de zancos y de calvo, de mis primeras miradas que se comían el mundo, de los ancianos de mi pueblo, eternos y dioses menores, de tantos personajes especiales.
Ellos, todos ellos seguirán allí por siempre, yo volveré hasta ellos de vez en cuando, como lo he hecho hoy, esta tarde de la fiesta de mi pueblo.
Y ahora recuerdo un poema que escribí hace ya años:
TUVE mi primer roce
contra tu vientre verde y pedregoso,
hecha luz la pizarra cara al cielo
y detenido el tiempo
en la tenaz corteza de la encina.
Era de amanecida, en los contornos
imprecisos y tenues, cuando el alba
se anuncia entre senderos luminosos.
Los pasos imprecisos de una fuerza
gastada me soltaron
a convivir con los cimientos pardos
de la raíz y la piedra
al lado del camino
que conduce hasta el agua
y pierde los confines
más allá de los ecos de las nubes.
!Qué sensación de intruso,
de ser ocasional entre la encina,
al lado de la jara, dibujando
el contorno del eco prolongado
del jabalí y del búho! Las palomas
dibujaron un cielo de ternura
cundo vieron mi cuerpo a la intemperie,
desdibujado y torpe,
cargado de repente
con las gruesas cadenas
del tiempo y del espacio,
viajero desvalido, sin billete
hacia estación ninguna del camino.
Pero la jara eterna
y el sabor infinito de la encina
renovaron sus hojas y sus mieles,
las abejas vinieron
a libarlas
y a ofrecerme sus frutos,
a entregarme sus leyes
y a acogerme en sus brazos.
El eco de los ecos de la vida
resonaba feliz en la ladera,
matriz de la ceniza y de la nada.
martes, 29 de enero de 2008
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