martes, 18 de diciembre de 2007

QUIZÁS

Pertenezco a una generación a la que no se le enseñó nunca a apreciar su propio cuerpo. Y en mi caso, como en el caso de otros muchos -eclesia dixit- además se nos enseñó a despreciarlo. En el mismo lote se incluían todos los aditamentos y accesorios: ropas, aspecto, deportes, sexo... Qué barbaridad, todo construido sobre prohibiciones y sobre amenazas. Como para desarrollar el gozo y la pasión sana. Así es esta religión de nuestros pecados y de nuestras entretelas, siempre con el palo en la mano y con la condena en la boca. Lo justito para quedarse solos o mal acompañados. ¿Por qué no aprenderemos de una vez que lo primero que tenemos es nuestro cuerpo? Con buena lógica, muchos defienden que, además, es lo único que poseemos, pero, en todo caso, poca duda cabe de que es lo primero.
Me parece que todos tomamos conciencia de nuestro cuerpo muy tarde, o al menos con la consciencia de quien observa la pérdida de su mejor bien. De niño todo es crecer; de joven todo es gozar; de maduro todo es ver y pensar. El día menos pensado se mira uno al espejo y observa que aquellas rigideces apenas se mantienen, que las arrugas asoman por todas las esquinas y que los malestares se van encadenando cada vez con más frecuencia y con más fuerte presencia. Un médico por aquí, una ayuda por allí, un achaque más allá, una debilidad por el otro lado. Es entonces cuando el ser humano entra en la certeza de que su cuerpo lo sostiene y lo mantiene con grietas por demasiadas partes y que las preocupaciones van volviendo mirada hacia uno mismo y hacia lo que fue y acaso ya no sea. A partir de ese momento, las coordenadas se vuelven centrípetas y disparan sus fuerzas hacia el interior, la mirada se refugia demasiadas veces en el pasado, los planes son más compendios que programas, las actividades se tornan más pausadas, el relativismo se adueña de casi todo y un sereno carpe diem se apodera del discurrir diario.
Quizás eso sea el preludio del momento en el que empieza uno a ilusionarse con las repeticiones en lugar de sorprenderse e ilusionarse con lo nuevo. Ay de aquel momento. En román paladino, ese es el instante en el que ronda la vejez y todo lo que comporta.
Conocer la teoría no está mal para el día en el que haya que trabajar con la práctica. Vete a saber cuándo llegará ese momento.

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