martes, 31 de marzo de 2009

ESCRIBIR SIN ESCRIBIR V

Es que tal vez yo sea la misma primavera. O fui. O tengo que volver a serlo cada día. Porque el otoño es frío y el invierno se solidifica entre las piedras y hace más grave el suelo y no deja ponerse en pie y se empeña en machacarnos con sus ausencias de luz. No, no debo ser siempre el otoño o el invierno. Ya se encargará el tiempo de recordarme mi pertenencia a cada estación del año, de mostrarme a los ojos que la fotografía cambia a cada instante y de que hay grises que se van agarrando a la materia para darle un careto bien distinto.

El ser es movimiento en el correr del tiempo y del espacio. Y en ese trayecto se va dejando jirones de piel y de deseos. Tantos que, en un momento, se encuentra a la intemperie, sin causa ni destino. Porque el final es nada y no hay causa segura para mover los labios ni las piernas, no hay nadie que te aguarde para darte un vaso de agua o para ponerte una pequeña corona de laurel. La vida es el camino, no la meta.

Y es la primavera tal vez la estación que más mire al futuro. ¿O al presente? Porque todo se engolfa en el misterio, en el éxtasis limpio de ver que crece todo, que aspira a ser más alto y más hermoso, que se anega en colores y olores, que todo sabe a hierba, que todo se demora en sentir y sentir lo más intenso.

Entonces, si me olvido de mirar hacia afuera y me quedo en mí mismo, puedo abrir lentamente el álbum de las fotos de mi vida. Y en algunas está la primavera. Con los ojos al suelo, con la mirada al cielo (no es contradicción lo que parece), con el espacio acotado para los dogmas marcados desde afuera, con los espacios físicos y humanos fijados contra el cuerpo. Qué extraña primavera. Allí no estallaba la vida, más bien se reprimía bajando la cabeza y esperando otros tiempos más allá de los hitos de este valle de lágrimas. Mejor pasar la página.

Después vino el estío, y se acercó el otoño. Dejémoslo en la tarde y esperemos la noche. Mas esa primavera de mí mismo no puedo más que verla en el pasado. Si quiero primaveras, tengo que echar mi vista a darse un buen garbeo, a buscar en el álbum más allá de la tarde.

A mi lado se mueven las muchachas, despiertas en sus cuerpos, hambrientas en sus pechos, desnudas en la fe de sus caderas, como jóvenes diosas, como dulces vestales, como ciervas al viento, como rosas vestidas de arco iris. Desafían la vida, dan cuerpo a las mañanas, se propagan al cielo, ríen sin tener causa conocida, incitan sin pudor a los deseos, abren de par en par sus templos, repiten y repiten sus anuncios de todo, crujen ellas también, rompen sus yemas, actualizan el saber no aprendido.

Yo las veo pasar, rozar el aire, que me roza también, y siento en su aliento la eterna primavera. Y entonces cierro mi álbum de fotos, y me adentro en el sabor de la nostalgia, y me quedo en manos del poeta:

“Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;

mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos que al clavel temprano,
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello;

goza, cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no solo en plata o viola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.”

Tal vez deba mirarme, por contraste, las partes de mi cuerpo. “Antes que el tiempo airado…” Pero eso no debe ser hoy. Tal vez… Mañana.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

Está claro que el ambiente te ha contagiado, y ha renacido un Antonio más primaveral, más animado.