Asistí la tarde del viernes a la presentación de un libro que recoge la memoria sobre “Represión, silencio y olvido” en Hervás y el Alto Ambroz. Su autor, Francisco Moriche Mateos, maestro en Hervás, estuvo acompañado por varias personas, todas ellas del entorno socialista, que era el organizador del acto.
Una vez más, aquello se convirtió en una mezcla casi emocional de datos y de recuerdos, de reflexiones y de deseos, de aportaciones y de deducciones evidentes. El autor habla con los datos pero también, y bastante, con el corazón. ¿Quién se lo podría prohibir? Siempre que acudo a un acto de este tipo experimento las mismas sensaciones: siento desazón por vivir en una comunidad que niega casi por sistema a una de sus partes la recuperación de la memoria de sus seres queridos. Y cada día estoy más convencido de que lo hace porque en su memoria colectiva se esconden dos peligros: el de despertar fantasmas y el de verse reconocidos como sucesores y descendientes de los que se ejercitaron en actos totalmente rechazables e injustificados.
Tengo que afirmar que jamás he visto en los que trabajan en la recuperación de la memoria ni el más mínimo interés en señalar a nadie individualmente como verdugo ni como ejecutor, aunque es evidente que no hay más que rascar para que las identidades afloren y queden a la intemperie los que tienen que quedar. Por el contrario, creo que siempre, de una forma sistemática, los autores de estos trabajos se encargan de recordar que los descendientes no tienen por qué cargar con los pecados de sus antecesores, salvo, por supuesto, que sigan defendiendo los mismos despropósitos. Y tampoco he tenido nunca la impresión de que sus intenciones vayan más allá del límite de la identificación y de la honra de la memoria de los represaliados. Así que los fantasmas los van a seguir teniendo los que siempre los tienen y no quieren desprenderse de ellos por no enfrentarse a la realidad serenamente para superarla.
La reconciliación es deseable y siempre posible; el perdón es más difícil y no se puede exigir, pero sí se puede pedir y seguramente conseguir. Pero, por favor, no invirtamos los papeles: hay unos culpables y unos perjudicados: a veces parece todo lo contrario.
Describir los elementos de la represión debe ser tarea de todos, no solo de los historiadores, aunque son ellos los que mejor deben sistematizarla. Después tiene que venir el análisis de las causas, para descubrir que ninguna la puede justificar. Y lo mismo hay que hacer con el silencio ominoso hacia esas víctimas de la represión y con la presión para que se las deje en el olvido. Es evidente que esto último, a pesar de todo, no se puede conseguir: los trabajos y las publicaciones son cada día más extensos e ilustrativos y las asociaciones cada día son más numerosas y constantes en sus esfuerzos.
Son muchísimas las variables que se pueden analizar después de la descripción de los datos. Yo me suelo fijar con un poquito más de atención en estos dos: la sociología de los represaliados y la situación en la que quedaron sus familias durante muchos años en el régimen dictatorial. La primera variante me da para este libro (y para todos) albañiles, maestros, ebanistas, braceros, sindicalistas, panaderos… En fin, todos como del barrio de Salamanca de Madrid. Y todavía hay paisanos muertos de hambre (o sea, la peor calaña, la de los esclavos agradecidos) que no quieren oír hablar de ricos y pobres como causa inicial de casi todo. La imagen de las familias de los represaliados me hace contemplar todo un collar de escenas lamentables de silencios, apartamientos, rechazos, violencias sicológicas y vidas reprimidas que prefiero no desarrollar.
Dice un lúcido todavía Francisco Ayala que “la vida es una invención, y la literatura, memoria perfeccionada”. Creo que tiene toda la razón. Pero la vida, para ser vivida tiene que ser real, por existente y por condiciones, si no, todo es mentira. La de los represaliados no fue real por su ausencia, la de sus familiares nunca lo fue del todo por sus limitaciones y silencios. La literatura perfecciona la memoria, también estos libros que asumen la tarea de decir bellamente lo que existió y andaba en el olvido, en el confuso olvido del fondo de la memoria.
Y ahora, a levantar al país en armas (léase a vender periódicos y búsquense las polisemias) por acudir o no a llevar un ramo de flores a un monumento que conoce todo hijo de vecino y que lleva en la onda cinco años. Hala, a sacar perras, a saciar vanidades personales y a encabronar a todos. Qué país de contrastes y de falsos mercaderes de los templos.
Escribo de mañana. Yo me voy a mi madre, que vive en mi memoria a cada instante.
domingo, 15 de marzo de 2009
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