Me resulta imposible hallar el equilibrio entre la vida descubierta a cada momento y la vida impulsada por los prejuicios. Si la primera es luminosa y honda, deslumbrante siempre, personal e intransferible, alucinante e inmediata, la segunda parece deshumanizadora, impulsora del sueño y la modorra, hija de la costumbre y de los usos sin ningún análisis, adormecedora, mantenedora de estructuras, opio al fin y al cabo. Pero, ay, muy necesaria para seguir estando, para ponerle puertas a la angustia y al desasosiego, para poner el pie en cualquier sitio y creer que no te hundes, para engañarte al fin y hacer como que no te engañas.
Miro y me reconozco en los prejuicios a cada momento, mi vida se orienta casi toda ella desde lo que se viene haciendo por ahí, desde lo que se da por bueno sin más, desde lo que se repite cada vez que da la vuelta el calendario, cada vez que hojeo las páginas de cualquier manual al uso. Y me sucede en todos los niveles.
No me cuestiono mis usos personales para sujetarlos y darles abono, o para modificarlos en caso de no estar muy de acuerdo con ellos. O no me los cuestiono demasiado. Repaso un día cualquiera y me salen ejemplos por todas las esquinas. Y eso que creo que soy un poco avispa cojonera también conmigo mismo.
Cuando extiendo la mirada y la abro a la comunidad, el panorama me resulta un poco más desalentador todavía. Parece que todo se diluye en la masa y que el elemento integrante de esa comunidad se deja llevar y da por bueno casi todo. ¿A quién le daría por plantearse en esta ciudad estrecha en la que vivo el valor de sus fiestas patronales? ¿Quién se atreve a razonar acerca de las organizaciones sociales que componen la ciudad? ¿Qué ocurriría si a alguien hiciera la petición de que la patrona de la comunidad deje de ser una virgen y pasara a ser un pensador, por ejemplo? ¿Y si alguien se descolgara razonando sobre la inutilidad de mis clases o sobre la inmoralidad de un cura?
¿Qué es eso de la patria? Para muchos, a juzgar por sus manifestaciones y hasta por sus amenazas, resulta un sustento de su quehacer diario y de sus ilusiones. ¿Cuántos dan por hecho que la religión es la única fuente de la moralidad? “Fuera de mi no hay salvación”; “Esta juventud no tiene valores”, en boca de aquellos que lo piensan así porque estos jóvenes no practican las costumbres tradicionales. Son expresiones que a cualquiera le podrían sonar como repetidas y ante las cuales asentirían y se quedarían tan anchos.
Todos los niveles me ofrecen ejemplos en los que me veo empujado por la tormenta, por las olas del mar que se empujan unas a otras, por el vendaval que me ha pillado en medio y desprevenido, por la comodidad de que otros piensen por mí y por la cobardía de no enfrentarme a cara descubierta y con las deficiencias de mi simple razón. Seguramente por no atreverme a comer con más frecuencia del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Sé que no hay cuerpo ni mente que resista andar por ahí a descubrimiento limpio, pero sé también que no abrir los ojos te acostumbra a la ceguera, que dar por bueno todo te convierte en imbécil y alelado, que no desayunar con dos o tres porqués significa empezar mal el día y que no detenerse a contemplar lo nuevo que te ofrece la vida a cada paso es perder la hermosura y el milagro continuo, la capacidad de sorpresa y de embeleso, el gozo insuperable de lo que siempre es nuevo ante mis ojos y mi mente.
lunes, 2 de febrero de 2009
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1 comentario:
Cuanta razón tienes Antonio.... pero quien se atreve a nadar sin guardar la ropa, buscamos pilares para asentar nuestra casa fuerte.. y es tan atractivo el estimulo, la capacidad de sorpresa, para mi, esto es la base del aprendizaje.
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