domingo, 22 de febrero de 2009

SETENTA AÑOS DESPUÉS

“Estos días azules / y este sol de la infancia”. ¿Qué iría a salir de aquí? ¿Qué cuadro dibujaba este boceto? ¿Hacia dónde apuntaría la reflexión?

Pasan estos por ser los últimos versos de don Antonio Machado, encontrados en su bolsillo, como débil apunte tal vez de algún recuerdo. Hoy se cumplen setenta años de su muerte, de su triste muerte, con la proximidad de su madre, con el desgarro de una parte de su familia, con la tristísima historia de su patria, con el destierro horrible de su pueblo, con tanta sinrazón y tanto desvarío.

“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde madura el limonero”. Acaso no haya que ir mucho más lejos para justificar el principio y el final, que tan bien se abrochan y se convocan mutuamente. Empezaría a apuntar la primavera, el sol era un infante crecidito, los días eran claros, luminosos, pidiendo el azahar para el sentido, todo era inocencia tierna, niñez a manos llenas, con el futuro entero por delante, la vida al descubierto y el mundo bien dispuesto para el placer entero.

Pero llegó la historia, la historia de su pueblo, el árbol de la ciencia que derribó los ídolos, que prendió fuego al mundo de la superstición, que asentó los criterios razonables, que despertó las ansias de proclamar a todos la hondura de la tierra y la necesidad entera de dar con el criterio más humano. Y llegaron los símbolos, ya para siempre y para todos: la tarde, los caminos, el sol, las tierras yermas, la envidia y la modorra, el extraño actuar del señorito, el aire del Moncayo, el ocaso y la muerte, la España de charanga y pandereta, las heridas del árbol y el dolor de la vida…

“Converso con el hombre que siempre va conmigo / -quien habla solo espera hablar con Dios un día-; / mi soliloquio es plática con este buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía…”

¿Qué tiene este buen hombre, cargado con el don del desaliño, humilde y escondido, solitario y “ligero de equipaje? Lo habré dicho más veces: salvo el traslado a su obra de rasgos simbolistas, no es él precisamente un poeta rompedor. Incluso hay mucho snob que lo proclama del siglo diecinueve. Para ellos la perra gorda.

Yo creo que es un ejemplo de lo que necesita la poesía -tal vez cualquier actividad humana-: que el autor la sustente con un modelo de vida coherente y de base común con su poesía. Después los altibajos en la obra -como en la propia vida-, los rasgos modernistas o la severidad de la época madura, las enseñanzas múltiples de Juan de Mairena, el pozo inagotable de esta filosofía para pobres, la sensación constante de que es un tipo honrado, la descripción que supera los datos y alcanza la sugestión, la melancolía con que se adoban los textos narrativos, los encantos sin cuento de un tipo normalito…

Hoy van setenta años de su muerte, de su vida en los textos, de su ejemplo en las obras. Siempre lo he reconocido como uno de mis referentes y de mis maestros. Hoy no podía ser menos.

Abrí por cualquier página y leí este poema:
XCIV

En medio de la plaza y sobre tosca piedra,
el agua brota y brota. En el cercano huerto
eleva, tras el muro ceñido por la hiedra,
alto ciprés la mancha de su ramaje yerto.
La tarde está cayendo frente a los caserones
de la ancha plaza, en sueños. Relucen las vidrieras
con ecos mortecinos de sol. En los balcones
hay formas que parecen confusas calaveras.
La calma es infinita en la desierta plaza,
donde pasea el alma su traza de alma en pena.
El agua brota y brota en la marmórea taza.
En todo el aire en sombra no más que el agua suena.

Nota a pie de página: Esta noche se entregan los oscar. La corresponsal de TVE declara desesperada y casi llorosa en su crónica que ha pasado un día entero tratando de sonsacarle a la colega Penélope Cruz qué vestido iba a llevar colgado en la ceremonia y no lo había conseguido. ¡La madre que los parió a todos!

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