viernes, 18 de julio de 2008

LAS PREGUNTAS CORRECTAS

Me pregunto -inocente de mí- cuáles pueden ser los fundamentos de la sabiduría. Naturalmente, no poseo ninguna respuesta positiva. Como casi todo el mundo. No pasa nada. Qué le vamos a hacer. Sabio debe de ser el que sabe. Por ejemplo el que sabe de sí mismo, para poder saber también de los demás y de las otras cosas. ¿Y qué es eso de saber acerca de uno mismo? Pues acaso tener alguna certeza de las causas de su existencia, de su origen, de su sentido, de su fin, si es que posee alguno, conocer las razones de sus reacciones para poder controlarlas o para dejarlas fluir libremente, plantar alguna relación entre pasado, presente y futuro… Qué sé yo, eso de las grandes preguntas de siempre.
Parece este un camino bastante cerrado, pues por él han transitado muchos (o pocos: los pocos sabios que en mundo han sido) para terminar encontrando escasas certezas. No estoy seguro de que ninguno de estos sabios haya alcanzado realmente ningún convencimiento. Acaso por vía negativa, soltando lastre de lo que a todas luces no puede ser buen camino, pero poco más. Y, sin embargo, para ellos es el nombre de sabios.
Sigo preguntándome por qué y en la Historia se me representan aquel “Solo sé que no sé nada”, o el “Gnosce te ipsum”, o el grito de Unamuno: “Adentro”, o cualquier otro modelo similar. Por el mundo pululan seres a la búsqueda diaria de soluciones múltiples. Todo el mundo se afana en darle vueltas a la vida para conseguir de ellas unos mínimos réditos que le permitan la supervivencia en una estructura que hace aguas por todas partes. Y no parecen sabios ni por casualidad.
Sospecho que, en el fondo, no es sabio el que da respuestas a cada cosa, ni el que sabe darle esquinazos a la vida para saber sobrevivir, ni el que se aúpa sobre los otros como vencedor de algo. Y es que antes que las respuestas están las preguntas. La vida es un continuum de falsetes, de situaciones nuevas, de provocaciones a cada paso. Tal vez el sabio sea el mejor seleccionador, el que sabe dar el no a tantas tentaciones, el que sabe escoger el mejor plato, el que discrimina con criterio, el que, por fin sabe hacer las preguntas correctas. Una buena pregunta encauza los esfuerzos, concentra las atenciones, desgasta lo imprescindible y mira de reojo a todo lo prescindible, que es casi todo, por supuesto. No creo que la elección resulte nada fácil, y menos con las presiones externas que sufrimos. Pero ahí quizá esté el duende, “la soledad sonora”, “el aire que recrea y enamora”.

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