Regreso a casa a buen ahora de la mañana, después de cumplir con obligaciones familiares. El sol luce en lo alto pero no aprieta; sin embargo, aconseja hollar la acera de la sombra. Apenas hay viandantes. Algunos incluso muestran sus caras de sueño, con la resaca en medio de su iris. No hay esquelas selladas en los paneles, pero sí anuncios de películas, de esas películas de segunda serie americanas que invaden las pantallas de nuestros cines. Y luego dicen que la gente no va a ver películas españolas. Coño, si no las proyectan. Un cartelón muy grande me llama la atención. Se anuncian en él las fiestas de los Praos. Toda un retahíla de juegos y verbenas, de cartas y concursos, de pregones al uso (perdona, Andrés, tú vales mucho) y de reparto de dulces y sermones.
Me voy pensando en ello camino de mi casa. Los pueblos y ciudades están todos de fiestas. Por todas partes bullen los ruidos y las formas del sentido lúdico de la vida. Quizás estos festejos de verano sean los más apegados al terreno, los más personales, los menos dirigidos. Luego llega el invierno, se apoderan los fríos y el hombre se recluye en casa y se deja llevar por los horarios y por las imposiciones de los medios de comunicación.
Pero miro también el empeño en que se gastan los esfuerzos y no me sale mucho positivo. Ya lo he dicho al principio: verbenas, procesiones, algún juego de niños, un pregón, si se tercia, con famosillo al uso, y para de contar. Y, si vamos a un pueblo, los toros obligados. O sea, toros, bailes y santos. Poco más que contar por estas tierras. Por estas y por aquellas, que en esto no hay distingos. Ayer mismo pasé por Candelario, camino de la sierra de Hervás. Varios grupos de jóvenes deambulaban por la parte baja del pueblo tratando de dar fin a una noche que ya se alargaba con buena parte de las horas de luz del día siguiente. No describiré aquí alguna de sus acciones pero no eran precisamente de respeto ni de base racional. Pero estaban en fiestas, por lo visto gozaban de las fiestas de su pueblo serrano.
Y las comunidades se gastan lo que no tienen en estos días señalados en la página más brillante de sus calendarios; incluso hay grupos de personas que dejan buenos esfuerzos a favor de algo que consideran positivo para la comunidad. No seré yo quien les recrimine sus desvelos. Pero sí anoto aquí que hay que repensar algo las fiestas, que no todas las costumbres son buenas ni hay que partirse el alma por conservarlas, que hay instituciones de permanencia milenaria que continúan rigiendo nuestros destinos y colgando en el pico de la cucaña nuestras ilusiones, que no sé si es lo mejor gastarse lo que no se tiene en unos pocos días y echar el cierre a la convivencia el resto del año porque no hay presupuesto, que una comunidad es mejor en tanto que participe en pleno y en plano de igualdad, y que acaso para ello no sean necesarios demasiados ruidos ni festejos y sí un poquito más de imaginación y de razón.
Subrayar el sentido lúdico de la existencia parece un empeño saludable; hacerlo a la imposición de unos pocos y al revuelo del instinto, la charanga y la pandereta, no nos redime de nada, si acaso nos hunde un poco más en una historia en la que uno se siente poco reconocido.
domingo, 27 de julio de 2008
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