Es el aire el que orea la montaña. Las crestas se pinchan en las nubes y a su contacto se ven manar fuentes de algodón que corren ladera abajo hasta alcanzar el valle y rellenar los lagos que se filtran en el interior de la tierra. Después suben en chorro nuevamente formando una noria líquida en la que se montan las gotas en día de fiesta. Cuando se asoma el sol sembrando sus bombillas, se cierra la amplitud del universo, se concretan los hitos y se funde el tiempo.
Detrás de alguna loma se abre un sendero al fresco de la tarde. Por él surcan sus trenzas las muchachas diáfanas de luz y de misterio. Saltan y sobre sus cabezas el aire dibuja alegres formas, ríen y en los sonidos de sus risas se graban melodías. Nada es ajeno al aire y a la simetría verde de los árboles. Tampoco mis deseos ni mis ansias, que buscan en el despertar del día lugares que son míos. Por el mismo sendero que surcan las muchachas he visto arder el fuego de los lirios, la sinrazón del canto de los pájaros.
Después, en un lejano tiempo y en un extraño espacio, la luz se templa y abre otros caminos más lentos y más próximos. Suena el reloj y deja sus sonidos al amparo del eco de los aires, a la recta simetría de las peñas. Más abajo, los hombres; más arriba, la luz. Y yo, ¿dónde?, ¿por dónde?, ¿hacia dónde?, ¿desde dónde?
En mi interior se abrieron abanicos que despertaron luz y sentimientos, ausencias y presencias, visiones y cegueras, día y noche, la paz y la concordia.
miércoles, 2 de julio de 2008
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