Enseñar literatura supone para mí siempre un reto complicado. Por una parte me muevo en un territorio que tanto me complace pues me supone la certeza de que hay otras maneras de dar vista a las cosas que resultan un poco menos mostrencas y groseras que aquellas que se asientan en la monotonía. Pero por otra parte siempre supone una comprobación de la distancia enorme que separa a los receptores de esos mundos, de esas extrañas formas, de esos temas ajenos, de esas fórmulas raras para la vida de los jóvenes. De manera que no son pocas veces las que siento el desaliento y el soplo del fracaso. Cuando noto tales cosas, me siento poco bien pues pongo empeño en ello, sencillamente porque a mí me gusta, porque yo gozo en las lecturas, en las imágenes, en los hallazgos literarios. No hay más mérito en ello. No busco ahora las causas, que son muchas y extensas, tampoco aquellas culpas que a mí me correspondan, que no serán escasas. No. Hoy quiero destacar el lado positivo de algunas de estas clases. Me sobra información por todas partes, no convoco a los chicos a conocer las cosas de memoria, ¿para qué si los datos están en cualquier página del libro?, tampoco siento siempre la cercanía de aquellos autores que en su época dieron algún avance a la creación, aunque sé que son eslabones necesarios para entender lo que se crea hoy. Yo salvo de mis clases aquellas en las que la lectura es la ocupación primera y principal, aquellas en las que cada uno puede sentirse próximo a lo que hay en las líneas del poema.
Pocas veces sucede como cuando llegamos a eso tan manoseado de lo que lleva nombre de “Poesía de la experiencia”. Por ser la más cercana en el tiempo, por ser las más próxima en los temas, por ser la más inmediata en las formas. Y tengo la ventaja de contar con ejemplos muy notables muy cerca de mí mismo. Así que les propongo mandar al cesto el libro, ponerse cómodos en la silla y escuchar a ver qué pasa y si les suena. Y arranco con lecturas de Felipe, de Luis Felipe Comendador (a veces tiro de su propia presencia), y se les abren los ojos como platos, y enseguida sonríen, y entienden los poemas, e imaginan ser protagonistas de los mismos, o al menos muy cercanos a los mismos, y les pregunto entonces si prefieren esta poesía o la de Bécquer por ejemplo, y obtengo respuesta inmediata y unánime -se supone cuál es- y me piden que siga en la lectura, y se nos va la clase en un momento, y siguen con los ojos sorprendidos por algo que les resulta totalmente desconocido, y siento que por hoy no hemos perdido el tiempo. Y en otro rato más pequeño nos arrancamos con Carmelo C. Iribarren (Realismo sucio), y nos pasa lo mismo, y entonces siento ganas de no volver a abrir el libro nunca más, y de dedicar el tiempo que nos queda a leer y a escribir sobre esas lecturas.
Y pienso si sería capaz de evaluar tales trabajos, y me pregunto para qué tengo que evaluar yo nada, y me vienen las imágenes del sistema, que me paga y me ata a unos programas, y mando todo al cuerno y me desdigo, y me rebelo, y me vuelvo a desdecir, y pienso que cualquier día me iré del sistema por pura biología, y me iré con sentimiento de fracaso por no poner en práctica las cosas que me pide el cuerpo y no sé si también la razón.
Hoy hemos leído poesía en clase y no hemos perdido el tiempo, o acaso lo hemos perdido como lo teníamos que perder, con dos cojones. Mis alumnos tienen que reflexionar por escrito sobre lo que han oído con algo de información que trae el libro. También y a mi manera quería dejar aquí estas pocas palabras que apuntan a un fracaso, a una forma de hacer en nuestras clases, y a algún pequeño éxito.
jueves, 15 de mayo de 2008
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1 comentario:
Gracias, Antoñito, por traerme y llevarme, por ofrecerme y ser mi coleguilla profe, además de otras cosas mayores y mejores.
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