martes, 27 de mayo de 2008

JUZGAR Y SENTENCIAR


De nuevo las palabras, otra vez las palabras a la búsqueda de alguna realidad. Me da miedo juzgar a las personas, me asusta confundirme en mis apreciaciones, es algo que noto a diario con más intensidad. ¿Quién soy yo para juzgar a las personas? Y, sin embargo, me paso la vida juzgando y opinando. No hay otra forma de ejercer la convivencia. O yo no la conozco. Desde la mañana hasta la noche, me rozo con la gente, hablo con la gente, intercambio con la gente, recibo de la gente, ofrezco y doy a la gente…, me comunico con la gente. Y en ese roce mutuo van y vienen sentencias, que no son otra cosa que opiniones acerca de las palabras y de los gestos que percibo en ellos.
Quizás debería ser un poco más preciso. Tal vez lo que me aterre sea pronunciar sentencia sobre lo que se me ofrece. Seguramente la primera parte, el acto de juzgar, implique sencillamente el análisis de los datos, la necesidad de describir y de ordenar para poder responder y mejorar. Aparte de inevitable, no parece malo que el ser humano se afane en indagar sobre la importancia y la veracidad de las cosas. La parte de la instrucción no es, por tanto, la que me acongoja. Se trata de la parte final del proceso, del momento en el que tengo que manifestarme sobre esa bondad o sobre esa maldad que yo observo en esas acciones o en esos comportamientos. Ahí es donde está la duda y ahí es donde se suspende el juicio tantas veces. ¿Quién me asegura a mí que la descripción está bien hecha, que la instrucción no es equivocada, que el argumentario es correcto y exhaustivo? Son tantas las variables que intervienen… Son tantos los caminos que desconozco… Son tantos los condicionamientos en el otro que no controlo…Y, aun si todo esto se sustentara, ¿en nombre de qué tengo yo la capacidad de emitir juicio y, sobre todo, de sentenciar, para condenar o para premiar los hechos y las opiniones de los demás?
No escribo esta consideración como ejercicio retórico sino como reflejo de una situación que cada día se me presenta más confusa en los dos lados de la comunicación. Un ejemplo concreto me lo confunde más. Cada cierto tiempo tengo la obligación de dar notas a mis alumnos. En alguna medida, se trata de un juicio y de una sentencia, aprobatoria o condenatoria. ¿Por qué tengo yo que condenar y frenar ese proceso en el que ellos andan metidos? ¿Quién soy yo para ello? ¿Realmente evalúo todas las variables del proceso o solo unas simples muestras azarosas? Solo conozco algunas circunstancias en las que se produce su proceso de aprendizaje. ¿Son suficientes? ¿Qué hacer ante la duda? De verdad que no es fácil. No sé cómo hay tanta gente que se ceba en la poda, que sentencia a destajo, que vive en un mundo maniqueo sin descanso, poniéndose sin falta en el campo de los buenos, no siendo que le toque la condena.
Quizás por eso mismo el dar y el ofrecer es lo más sano, y lo más socorrido, y hasta lo más honrado.
Nada que ver todo esto con el hecho de desistir imbécilmente afirmando que no hay cosas mejores y peores. Enjuiciar, todo el tiempo; sentenciar, pocas veces; condenar, casi nunca. Si pudiera ser, nunca.

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