Los territorios marcan las palabras, aunque las realidades no existan sin las palabras o acaso la única realidad que exista sea la de las palabras. El hombre está marcado por esa parte del léxico que le llega a los labios cuando se lanza al mundo y quiere reconocer cualquier realidad. Y somos pordioseros, mendicantes, del saco interminable de los términos. Las realidades de cada parcela nos marcan con sus palabras propias, con los términos que más se ajustan a su división, a su captación y a nuestro roce continuo con esas realidades.
Yo soy de tierra adentro, pocos asomos tengo de largas convivencias con el azul del mar, nunca “me desenterraron del mar” para traerme a ninguna ciudad, ni “las marejadas me tiran del corazón” si no es para compartirlas con quienes quiero, al amparo de alguna conversación intranscendente. Muy de tarde en tarde tengo consciencia agradable de ello. Por eso mi conciencia se rebela cuando me aproximo al agua de los mares desde la literatura. Me sobrepasan los términos literarios y mi lectura se hace más lenta y premiosa; a veces me resulta casi tediosa y siempre requiere de mí un sobreesfuerzo que me deja baldadas las costillas.
“Los hombres, agrupados todos en el centro de la arrufadura de la nao, sacaban medio cuerpo por la borda y gritaban preguntas a los remeros de los bateles que estos, por estar bogando esforzadamente y entre las salvas de sus propios gritos, no llegaban a contestar. Juanillo y Nicolasillo, inquietos como escurridizas lagartijas, corrían de proa a popa soltando las escalas de cuerda y cerrando los imbornales por no remojar a los que llegaban. Por fin, cuando menos de veinte varas separaban nuestro casco del primer batel…” Es este un ejemplo tomado al azar de un libro que acabo de leer, que narra peripecias marineras y de piratas. Al menos catorce términos marineros. Y “así, tomados de uno en uno, son como polvo, no son nada”, pero en conjunto marcan perfectamente el territorio, embrean el asfalto y me sumergen en un mundo distinto, ajeno a mis andanzas cotidianas, extraño y misterioso, sorprendente. ¿Qué coño tengo yo que ver con los “imbornales”, por ejemplo?
Yo soy de tierra adentro, lo repito, me da miedo la mar, me parece surgir de lo infinito, me sobrepasa siempre. Aunque a su orilla, con el rumor de fondo, mi conciencia se aquieta y se concentra, se hace más ella misma. Pero es el territorio de la contemplación, no de los roces, del paseo por la arena, de la sombra al amparo de la tumbona, del crepúsculo hermoso, de la amanecida “cuando el sol saca el día de la mar”. Lo demás me acongoja, me sumerge y me ahoga; cuando sobre sus olas doy unas brazadas, bien procuro sentir que la orilla está cerca, que la arena me llama, que puedo hollar sin esfuerzo las dunas de la playa.
Es un ejemplo claro de correspondencia entre la realidad y las palabras, del roce y del olvido, del uso y del abuso, y la ignorancia. Habrá que practicar con la presencia. Una negra circunstancia me privó de probarlo hace bien poco. Hay que sobreponerse y volver a intentarlo. Seguro.
miércoles, 7 de mayo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario