Cualquiera que se ponga a escribir, a juntar palabras ordenadamente, con alguna voluntad de estilo y con el último e íntimo deseo de producir en sí mismo o en el otro un estremecimiento, está aprendiendo el camino del artista. Son tres los elementos que configuran el arte de la palabra: el propio uso de la palabra como herramienta, su ordenamiento de una forma especial y misteriosa que no hay quien la defina porque entonces desaparece el arte y se abre la fábrica de porcelanas todas iguales, y el pellizco emocional al que siempre se aspira en el receptor y en el propio creador. Ahí está todo el mundo del arte, también el arte de la palabra. El primer elemento es obvio y mostrenco, no necesita ninguna explicación, como tampoco necesita el músico acreditar que utiliza las notas musicales para componer. Es básico el segundo y a la vez muy complejo. ¿Cuál es el orden bueno, el fetén y el acertado? Aquí vienen los llantos y las diferencias. El arsenal retórico es inmenso pero a veces se reduce por la falta de su conocimiento, y a veces se amplifica en un retorcimiento exagerado. ¿Cuál es el punto medio? ¿Dónde poner el límite? Luego vienen los gustos, y lo que para uno es adecuado para el otro resulta remilgado, y lo que para una tendencia es ajustado, para otra resulta materia desechable. No hay modelo unificador; por eso las disputas, las falsas disputas pues todas las variables seguramente son buenas si el que las sostiene sabe sostenerlas con lógica y continuidad. Ahí radica la clave de esto de las tendencias y de los estilos. Y de las variables, y de los premios, y de las clasificaciones, y de las ventas, y de… y del mundo de la creación literaria y de la escritura en general, ese espacio infinito en el que caben Góngora y el realismo sucio, el nivel más coloquial y la sinfonía retórica más desatada.
Y, con ser este segundo elemento fundamental, es el tercero el que da la nota final a la creación. Nadie sabe muy bien por qué caminos se llega, pero todo el mundo reconoce que hay que llegar al lugar de la emoción, al abrevadero en el que uno bebe y se queda contemplando las imágenes, tocado en el espíritu y con una sensación extraña que puede ser tanto positiva como negativa. Cuando es positiva, el fin está logrado; cuando es negativa, también se ha conseguido el final del camino, aunque no con los resultados deseados.
¿En qué manera tiene que ser consciente el creador de este proceso? ¿Y el lector y el oyente? Acaso no del todo, pero el proceso está ahí, rascando en la mente y en los sentidos de todos nosotros.
Parece una lección elemental de introducción en el arte. No me está mal recordármelo.
lunes, 7 de abril de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Tambien escribimos algunos sin ser conscientes del proceso de creación,el motivo de unir palabras y reordenarlas /mejor o peor/es un acto individual cuyo fin es liberar nuestra carga interior, desahogarse,compartir sensaciones, sin esperar nada a cambio, a mi me sirve de terapia, de meditación y no busco nada más que eso.
Publicar un comentario