sábado, 23 de enero de 2010

CONMEMORACIONES

La vida se parcela en ratos y en momentos. Unos son conscientes y otros no buscados. Pero da igual para el tiempo, que no para y que sigue sin pausa en busca de nada en su horizonte indefinido.

Como para llamarnos la atención, como para hacer un descansillo, como para cambiar el paso, ponemos algunas marcas en el calendario y, cuando pasamos la vista por él, nos llevamos la mano a la cabeza y decimos andacoñoperosihoyesnosequecosa, y acaso pensamos un ratito, o cumplimos con no sé qué obligación, o nos sumamos a algún rito.

Ya no nos caben demasiadas en el calendario pues los organismos colectivos, públicos y privados, civiles y religiosos, nos lo tienen todo lleno y andamos colgados de calendarios civiles que empiezan a competir con el monopolio que los calendarios religiosos tienen desde hace dos mil años (¡y se siguen llamando perseguidos!). Es uno de los signos, creo, de las modificaciones que se van produciendo en las sociedades. Ahora ya no hay solo santos y más santos en las fechas de todo el año sino días dedicados a actividades de sentido común o símbolos un poquito más pegados a la realidad. No es más que una manera de civilidad, y no poco importante.

Pero nos hemos echado a ella con desenfreno y, en poco tiempo, hemos vuelto a llenar otro calendario con esos otros días de (del chorizo, de los derechos humanos, del SIDA, de la revolución de la alpargata…), hasta el punto de que tampoco en este calendario hay festividades realmente destacadas por la inflación que padecemos de días de.

Creo que no son precisamente los más abundantes aquellos días de en los que lo que se anuncia es el recuerdo de algún escritor y pensador (las dos cosas no son lo mismo, ni mucho menos: conjugar ambas es “negocio de particular juicio” y escasea mucho).

Tal vez por eso hoy me hago mi calendario particular y coloco en él a dos modelos que me paran y me interpelan, como pueden parar otros modelos a los camioneros en medio de una autovía. Estos me interpelan para pensar; aquellas vete a saber para qué interpelan: algunas aspiran a ocupar los puestos de las más deseadas, y yo me pregunto para qué quieren ser las más deseadas y en qué consiste eso (me gustaría que alguien me lo aclarara porque a mí me salen cosas muy raras y esto en mi pueblo se llamaba con una palabra bastante fea entonces, y seguro que yo estoy equivocado).

Pero volvamos a lo anterior, a los modelos de creadores y de pensadores. Se celebra este año el cincuentenario de la muerte de Albert Camus. No es el creador-pensador-filósofo que mejor controle, pero recuerdo la lectura de “El extranjero”, “La peste” o “Calígula” y el impacto que produjeron en mí en mis años más jóvenes. Más recientemente he leído una novela de una autora catalana que tenía como hilo conductor la búsqueda de los indicios que demostraran las intenciones del autor en su último viaje, en aquel en el que encontró la muerte en carretera. Su reflexión acerca de la condición humana y su aproximación al hombre de carne y hueso, frente a las construcciones teóricas y más conceptuales que emocionales, siguen estando ahí y yo creo que entonces ya dejaron huella en mí. Alguna otra vez he vuelto a “La peste” y a su significado. No es mal momento el de este año, cincuenta después de su muerte, para mirar a ver si me siguen diciendo algo sus ideas.

No cincuenta sino cien son los años que se cumplen, en este caso del nacimiento, de otro creador más próximo a nosotros, del poeta Miguel Hernández. De su obra completa yo tuve conocimiento en mis últimos años de mi primera licenciatura universitaria (qué tarde para conocerlo un estudiante de Filología y qué poco y mal se enseñaba la literatura entonces). Fue un hermoso regalo de alguien a quien no he vuelto a ver.
Aún lo conservo por más que, con lo que ha llovido desde entonces, las ediciones de su obra completa se hayan mejorado notablemente. Miguel Hernández fue un banderín de enganche de toda una generación, aquella que vivió los años del tardofranquismo y que degustó o sufrió en sus propias carnes la caída del régimen dictatorial. Creo que afirmar que sobre todo lo fue para aquellos que degustaron la caída no es descubrir nada nuevo: no sé si los otros leían y, en todo caso, no creo que lo hicieran con los textos de Miguel Hernández.

Desde el primer momento descubrí que acaso el mejor valor del poeta (también dramaturgo y articulista) para mí era la coherencia que observaba entre su obra y la vida que la había sustentado, la comunión entre la prédica y el trigo, la emoción que me producía saber de aquellas peripecias vitales y leer entusiasmado su reflejo en las páginas (Nanas de la cebolla; Canción del esposo soldado -solo recordarla se me encoge el corazón; en un par de ocasiones la canté sobre un escenario y juro que me sentí feliz-; El niño yuntero; Silbo de afirmación en la aldea…), el arreón que me pegaba aquel muchacho con su impulso y con su entusiasmo.

Mi vuelta a sus textos ha sido muy frecuente y siempre he sentido emociones similares. Sé muy bien que no siempre ha gozado de los mismos favores entre los lectores. No importa. Los tiempos imponen modas y las circunstancias sociales cambian. Su ejemplo y sus versos siempre siguen en el faro e iluminan todas las noches. Salvo a los tontos como el de los últimos ripios cuyo nombre ni recuerdo ni quiero recordar. Pero esas son apropiaciones de bobos que poco importan.

Yo quiero poner a estos dos autores en mi calendario de este año para cuando, después de haber conducido, tenga tiempo de sentarme y de abrir los textos para empaparme con sus creaciones, con sus pensamientos y con su ejemplo vital.

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