Miro al frente y el sol ya me saluda, va despojando árboles de la túnica nocturna de las sombras. Frente a mí hay una densa alfombra de verdes muy oscuros. Aún no apuntan los grises ni los ocres del otoño. Y ya va siendo tiempo. Muy pronto los veré formando cuadro, insultando a los ojos de la naturaleza. No sé bien describir la gama de colores de estas sierras. Las laderas del monte Castañar siguen echadas como bostezando y un airecillo fresco recuerda que la noche ha estado en ellas. Aquí, a sus pies, hay gente que sube lentamente su mirada, que empieza a darse cuenta de la cierta existencia de otro día, de otras horas dispuestas para que las violemos, de otros tiempos en forma para que sean nuestros, de otros ratos de historia para que la escribamos con nuestras manos blancas.
Me queda por delante todo un día de vida y de trabajo. Será como otros días pero no será el mismo pues solo existe este y ningún otro me ofrecerá sus brazos ni tendrá sus mismos ojos, ni me verá sentado como ahora en esta silla, frente al paisaje lento y lujurioso que domina estas tierras, que me anega en sus frondas, que me deja prendido entre sus ramas, que me invita a gritar que así es la vida, al menos de momento, en este día postrero de septiembre. Me entregaré sin reservas en mis clases, beberé en la memoria que me regale mi madre con sus actualizaciones y sus ratos de gracia y de recuerdos, me sentiré arropado por los que yo más quiero, me vendré muy abajo con mis ánimos, como hago cada día y alguien me recordará que todo tiene un tiempo y luego pasa, que no hay que echar el freno y marcha atrás, que siempre escampa después de la tormenta. Volveré a ver la vida con escaso sentido si no es para gozarla justamente, veré que a mi lado pasa gente que no me reconoce ni sabe de mi vida. Tampoco yo sabré qué llevan en su cuerpo, si gozo y alegría o dolor y tristeza. Y sentiré que siempre estamos solos, demasiado solos, eternamente solos, aunque con el consuelo de pedir una ayuda en cualquier instante a los que están más cerca.
Viene gente a este claustro. Vienen de Salamanca. No sé cómo se llaman ni qué buscan. Sé que llegan y pasan, vienen un rato y marchan. Y se llevan con ellos lo que quieran llevarse. Un poco como yo; tampoco hay que engañarse demasiado. Yo sigo aquí mirando la mañana, abriendo hasta el extremo la luz de mi memoria y de mis ojos, leyendo los colores, viendo pasar el tiempo, eso que siempre pasa.
N.B. Y a esta hora nocturna pego en esta pantalla etas palabras, que nacieron al filo de la luz de la mañana y que acaso ya se hayan hecho viejas.
martes, 30 de septiembre de 2008
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1 comentario:
Nunca se puede hacer viejo, algo que se dice con el corazón.
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