Me contaron la historia de dos hermanos bien diferentes. A uno le gustaba la política. Le había dado por preocuparse por los asuntos sociales y asistía a reuniones de las que sacaba ideas que iba incorporando a sus conversaciones y que cada día le llevaban más tiempo. A veces suspendía y un año hasta tuvo que repetir curso. Terminó una carrera de tipo medio un poco más tarde de lo normal y no encontró un trabajo fácil y bien remunerado.
Su hermano pasaba olímpicamente de la política. “Todos los políticos son iguales y andan a lo que andan, o sea, a buscar su propio provecho personal”. Eran palabras que repetía con frecuencia. Estudió una carrera de las que ofrecían futuro y pronto se vio con un título, un buen piso y un coche potente. Sus ingresos empezaron a crecer y con su mujer y un hijo que nació enseguida no se perdía sus vinitos domingueros, su misa de doce y sus vacaciones en lugares exóticos.
La familia de este segundo hermano siempre lo ponía como ejemplo de lo que había que hacer, se sentía orgullosa de su situación y hasta se arrimaba curiosa a cuidar del niño mientras el matrimonio atendía sus obligaciones sociales y profesionales.
El hermano al que le gusta la política es mirado por su familia como un bicho raro y sus padres siguen lamentándose porque no haya hecho un recorrido como el de su hermano. De hecho se ha ido a vivir a un barrio obrero en el que convive con gente a la que le falta de casi todo. Y allí sus padres no acuden con frecuencia por si acaso.
Pero al que le gusta la política se le ve una cara dispuesta a comerse el futuro. Al que no le gustan los asuntos sociales no se le conocen más que exigencias y derechos, desprecios y miradas hacia sí mismo.
He pedido conocer al primero de los hermanos. El segundo no me interesa para nada.
viernes, 26 de septiembre de 2008
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