Lo sabía, lo esperaba, no lo quería, desearía que fuera de otra manera. Pero la realidad se ha impuesto de nuevo a mis deseos.
Ayer por la tarde se marchó mi madre a Salamanca, con mi hermana la más pequeña. Han terminado unos meses densísimos, de compañía continua, en los que he descubierto, o más bien certificado, demasiadas cosas. Cuando la senté en el coche y le di un beso muy fuerte, todo se me fue en ella. Después salí corriendo de mi casa, como huyendo de nada, como con el señuelo de despejarme y despejarnos, con la sensación cierta de que ya no había prisa para volver a casa. Porque no estaba ella. Después la noche en calma, sin su presencia al lado, con el silencio pleno, a veces deseando que sonara lo que se oía otros días. Y su sillón vacío en el que ya me siento, libre, desocupado, vacante, deshabitado, desierto, disponible.
En estas ocasiones prefiero refugiarme en el silencio. Acaso es cobardía, quién sabe, tal vez pudor y un cierto retraimiento. Tampoco importa nada. Yo les pido a estos días que me cojan de la solapa y me alimenten con el ánimo fuerte de enfrentarme a la vida sin pausa y sin descanso, sin exageraciones, como si siempre hubiera sido así. Sé muy bien que no tengo derecho a pedir nada a cambio. Muchas son las personas que tienen más derecho a alzar la voz y pegar cuatro gritos a la vida.
Sé que guardo un cariño muy intenso, que estoy acompañado de gentes estupendas. ¿No es acaso un tesoro mejor que el de la bolsa? Pues eso, que me aquieto y me callo, que me pienso y me observo con ciertos privilegios.
Y, a pesar de todo, es verdad que me engaño si en mi minuto de hoy no recojo mi riego de vacío y de tristeza. Pero haré mi estación de penitencia con capuchón y todo. Luego saldré a la calle y gozaré del sol y de este frío que hoy se cuela por todas las rendijas.
domingo, 2 de noviembre de 2008
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1 comentario:
Es una mezcla de tristeza, ausencia, y libertad.
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