domingo, 16 de noviembre de 2008

O HUIR EN OLVIDO DE OTRAS COSAS




Contra envidia, caridad; contra lujuria… ¡Contra lujuria, nada! Cuando era niño me hicieron aprender toda una serie de contras y de recontras de carácter religioso que felizmente he olvidado. Pero vaya que si hay contras.

Por ejemplo yo hoy he puesto, contra al desencanto de ayer (muy relativo porque cada día espero menos de casi todo), otra salida a la naturaleza. Lo he confesado en muchas ocasiones: no sé si, en el fondo, es salir al encuentro de algo o es huir en olvido de otras cosas. El caso es que, de bon matin -es por mandarle un saludo y un beso a Sinda-, salimos en coche hacia el paisaje de la Peña de Francia. Y por sus faldas, hollando las laderas que ascienden desde la Alberca, hemos pasado el día, hemos sacado fotos, hemos comido al abrigo de la Peña el Huevo, hemos contemplado paisajes inmensos, nos hemos llenado de sabor a pinos y a pinares, y hasta hemos recorrido las venas del valle de las Hurdes. Y juro que otra vez me he llenado de sensaciones de todo tipo. Solo recojo una. En su caída hacia Extremadura, desde el puerto del Portillo, desciende vertiginosamente un paisaje milenario que da entrada y sirve de portón casi infranqueable a las Hurdes. Todo el mundo conoce algo de historia de esta comarca. No sé si se conoce en el mismo grado el avance importantísimo que estas tierras han logrado en los últimos años. Ni tampoco cuántos pueden considerar que realmente las primeras divisiones de comunidades las provocan los accidentes naturales. ¿Quién no iba a entender la suspensión del tiempo en una comarca hundida entre profundos valles y aislada y taponada por los cuatro puntos cardinales? Esto sí que podría ser una autonomía o una nación y no otras realidades tan artificiosas. Estos costillares en el centro de la Península señalan mejor que nada la división entre el norte y el sur de la piel de toro. Desde aquí se puede mirar a una vertiente y a otra. Por aquí duele España en todo su espinazo. Al fin y al cabo, por arriba y por abajo, todo termina meciéndose en el nivel del mar. Estas son otras cotas, y son otras señales contra la faz del cielo. Hoy la Peña de Francia servía de mirador, y la sierra de Béjar ofrecía su telón de fondo blanco al extraño teatro de la vida. Por el medio, los pueblos, serranos todos, del sur de Salamanca y del norte de Cáceres.

En la plaza mayor de la Alberca, y en pleno noviembre, unos balcones nos recibieron con estas maravillas naturales. Los dieciséis kilómetros de ruta bien merecieron la pena, la sierra también, y los buitres, y la niebla de fondo, entre el suelo y el sol del cielo, y el gris ya muy oscuro de las hojas, y los grandes pinares, y las numerosas pedreras, y la imagen soñada de Unamuno pensando allá en la altura, y el silencio profundo del convento de San José en lo más hondo del valle…, y el ansia de infinito que invadía al caminante.

Lo demás poco importa.

2 comentarios:

Sinda dijo...

Tú sí que eres una guía andante -y poética- de los caminos de esas tierras de España, que tan bien conoces por haberlas tan bien hollado. Qué importa lo que vayas buscando o tratando de olvidar si se te ve tan gozoso. A mí el contacto con la Naturaleza -aun con gran cansancio físico- me deja también esa sensación de pequeñez, pero de placer al mismo tiempo.
Nosotros ayer estuvimos por los caminos cerca de Ronda -entre Igualeja y Parauta-. Es la tierra de castaños en Málaga, y Jesús no quería perderse el otoño de erizos y de amarillos que le recuerdan a Béjar. Después de la larga caminata, comimos en una especie de tasca, rabo de toro y venado con castañas, Fameux! -te devuelvo el beso y el saludo- En fin, que por estos senderos de Dios os pensamos y os añoramos.

Jesús Majada dijo...

Da gusto verte caballero andante y sonriente...