sábado, 17 de noviembre de 2007

UN PASEO






Vengo de dar un paseo (aquí no es galicismo, es que literalmente vengo) por los montes que separan Candelario, en Salamanca, de La Garganta, ya pueblo de Cáceres. Algo más de trece kilómetros, según marca del GPS. Un largo paseo al contraste del sol y de la umbría.
Cuando apenas habían sonado las nueve, salí en compañía de Jesús, "Trucho", montañero de pro, y con Claudio, otro caminante de los de afición. Escasa gente en las calles de Béjar y mucha sombra. El sol apenas apuntaba allá en lo alto. El día anterior había hecho un frío de invierno pero hoy todo era serenidad y, aunque la temperatura era baja, un buen abrigo y un buen calzado para la sierra lo tapaban todo.
La carretera de Candelario nos acogió con sus castaños en las laderas, ya oscuros en sus tonos y empezando a quedarse en cueros, con el ramaje al aire. En cuanto llegamos al pueblo, torcimos a la derecha para tomar la estrecha carretera que nos tenía que llevar hasta la presa de Navamuño y, más arriba, hasta casi los límites geográficos entre Salamanca y Cáceres. Enseguida la carretera se estrecha y aún lo hace más con el mullido de hojas que han soltado los castaños encima de la carretera.Las que quedan en los árboles semejan un arco de tonos oscuros que nos va haciendo cortejo a medida que vamos ascendiendo.
Pronto llegamos a la presa. En pocas semanas ha perdido mucha agua y muchísima altura. Se notan la sequía y la necesidad de agua. El río se encoge y se hiela; las fuentes apenas manan. Tiene que llover, tiene que llover a cántaros. Hay laderas que dan al este y pronto se iluminan con la luz mañanera de estas sierras bejaranas que semejan en otoño el paraíso.
Pronto dejamos el coche y emprendemos la marcha a pie; primero en sombra y sobre el asfalto, poco después sobre el polvo del camino y del sendero. El límite de la provincia de Cáceres nos recibe en un cambio de vertiente que va a dejar el Cuerpo de Hombre y va a mirar hacia el Ambroz y hacia las llanuras extremeñas. El sol asciende, la temperatura también. Jesús ejerce de cicerone; conoce casi hasta el nombre de las piedras. Fuentes, peñas, riscos, picos de la sierra, senderos. Y el cambio de temperatura y de visión en cuanto cambiamos la visión y la vertiente. A nuestros pies todo el valle del Ambroz, con Hervás al fondo, el pantano de Gabriel y Galán en el horizonte y ahí al lado, tras una loma, el pueblo de La Garganta. A la izquierda todos los salientes de la sierra bejarana: Los dos Hermanitos, El Cancho de la Muela; El Calvitero en lo alto, los nacientes del río... El Pinajarro. Y nosotros pie sobre pie y ojo sobre ojo. Porque los castaños y los robles ya van dando sus últimos vestigios de color verde e incluso de amarillo. Ahora ya todo es ocre oscuro y pronto será nada. Nos hemos acercado hasta el Castañar de La Garganta y allí, junto a la ermita, hemos repuesto fuerzas, mientras contemplábamos serenamente todo el valle que conduce hasta Hervás, ese valle que me espera para hollarlo el próximo fin de semana. Yo lo haré por caminos y veredas pero también se puede hacer por la carretera, ahora arreglada y muy práctica. En aquellas llanuras altas he recordado las andanzas de aquel boyero garganteño al que Alfanhuí hacía caminar con el buey Caronclo (o Caronglo) hasta que se hundía en las aguas. Y recordé a otros personajes que descansan en aquellas sierras.
La vuelta nos ha dado oportunidad de contemplar, desde lo alto, el pueblo de La Garganta y los pozos de nieve, aquellos pozos que, en otras épocas, sirvieron para repisar, mantener y distribuir este producto hasta provincias lejanas. Y otra vez el valle del Ambroz, las llanuras cacereñas y el pantano, ahora con muy poca agua. El valle de mi río está más verde. Son los pinos, que son tan pudorosos que no se desnudan en todo el año. Pero sí los castaños y los robles. Son los contrastes de estos otoños de las altas tierras.
Con un poco de cansancio, con la luz metida en el cuerpo y con los colores rebosantes en los ojos, nos hemos presentado de nuevo en Béjar. La Corredera estaba repleta de gente tomando el sol. El parque municipal enseñaba un piso mullido también de hojas.
Es hora de comer y voy a ello. Que aproveche.

2 comentarios:

Sinda dijo...

Envidiable paseo y magnífico relato. Mientras avanzaba en su lectura, he sentido el crujir de las hojas bajo mis pies-que avanzaran junto a los vuestros-, y antes de leer la frase en la que recuerdas a quien descansa en aquella sierra, yo también lo había recordado. Es inmenso el poder del escritor. Me has hecho vivir el viaje.
Abrazos

Jesús Majada dijo...

Vuestro paseo por las cercanías de La Garganta y la alusión a Caronglo me han traído mi recuerdo infantil de tío Remondaina, aquel singular tamborilero que llevó desde los caminos de la trashumancia hasta Europa y América los silbos de su gaita a ritmo de tambor.
He vuelto a leer la entrañable descripción que de él hizo Sanchez Ferlosio. Permitidme que os la recuerde aquí:
"Con la primavera, bajó también por los encinares el tamborilero de La Garganta. El hilo del silbo se enredaba entre las encinas y el tambor vibraba en la tierra y despertaba a los lagartos. El tamborilero entró en el retamar. Alfanhuí, sentado en una piedra, lo divisó desde lejos y oyó su música que se acercaba. El tamborilero iba sorteando las retamas con las notas del silbo y pisando la tierra con los golpes de su tambor. A ratos el silbo se quedaba solo y se perdía como una larga y antigua herida del viento; a ratos rompía el tambor, como un muerto que se levanta con airada alegría y volvía a enrollar todo el hilo suelto y perdido del silbo, como el hilo de la vida. El silbo y el tamboril jugaban a la ira y a la tristeza; a perderse y a reencontrarse; jugaban al olvido y a la memoria; al vivir y al resucitar. Ahora cerca, ahora lejos; ahora, a subir; luego, a bajar; a ir, a volver, y daban todas las medidas del campo y de los caminos. El tamborilero pasó de largo. Ahora la tonada volvía a alejarse; con las últimas notas. Alfanhuí vio perderse la grupa del tamborilero entre las retamas.