Sigo dándole vueltas a ese minuto escaso que nos permite el tiempo en ese recorrido indefinido de la vida. Ni sé para qué vale ni cómo llenarlo con dignidad y aprovechamiento. Tampoco sé si el aprovechamiento apunta hacia mí mismo o señala más al resto de los que me rodean y me acompañan en ese caminar de cada día.
Me descubro a menudo discutiendo con alguien a quien acuso de desgastarse en actos que afectan a las actividades de otros y no a esa persona, en repetirle machaconamente que la calidad bien entendida empieza por uno mismo y que tal vez la mejor justicia es la de la enseñanza de la responsabilidad que le compete a cada cual sobre sus propios actos, que es buena la caridad pero que es mejor la justicia y que cada cual debería atender a sufragarse sus propias necesidades hasta que sea evidente que la ayuda es necesaria. Y discuto y me estrello, y voy y vengo en mis palabras y comienzo de nuevo, y aparecen los disgustos y los malos momentos y esos vaivenes tontos de enfado y de contento.
No sé cuánto tengo de razón. Tal vez no tenga nada y lo que en mí merece desagrado tendría que merecer aplauso y ánimo constante. Tal vez. Sigo con mi duda sin resolver y en altibajo siempre.
Hay algo que imagino y me duele. Son las alabanzas tontas a quien parece dadivoso desde el lado de quien recibe esas dádivas. Eso me pone enfermo. Me gustaría que esas alabanzas -a veces ese simplemente dejar correr el tiempo y la inercia de un curso favorable- se tornaran en algo de reflexión y en un poco de reparto de tareas, en menos palabritas y en algo más de acción compartida. No es bueno fabricar santos a costa de ceder obligaciones; mejor si los alzamos con nuestras buenas obras.
Es solo un desahogo y acaso no debiera desahogarme con lo que, al fin y al cabo, es ayuda y eterna disposición a lo que pide el otro. Mecachis.
miércoles, 27 de octubre de 2010
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