Los Pinos se hacen ya naturaleza cuando abandonan la compañía de las edificaciones. Desde el Puente Nuevo hasta CAMPyCO conviven con empinadas escaleras que invitan a subirse en ellas hasta ascender y perderse, con una estrecha carretera demasiado transitada que empuja a los vehículos hasta dejarlos en la ladera del monte, con el hermoso río que los bordea escondido en lo más hondo y rumoroso siempre, con una guardería tendida al sol todo el día y mirando a los frondosos castañares, con una iglesia erigida como vigía perpetua de la ciudad de Béjar, con un colegio que se abre a la vida con la presencia de los bulliciosos alumnos, con unos pequeños espacios de ocio para niños y con el edificio de CAMPyCO ya casi natural entre la naturaleza. Tal vez les hemos robado demasiado espacio a los Pinos, al Tomillar de Béjar.
Un buen paseo por los Pinos puede comenzar tranquilamente a la altura del Colegio “María Díaz” y de CAMPyCO. Desde allí, una mirada lenta a la ciudad tranquila y alargada te hace sentir por encima de toda preocupación y te sumerge, en unos cuantos pasos, entre pinos y aromas, entre sombras y soles, entre brisas y rumores, entre silencios y ecos, entre sonidos de los pájaros y rumores del viento. Buen lugar para echarse a pensar y a sentir.
Conviene arrancar sin prisa y con sosiego porque todo sorprende y no hay transición: de golpe y sin solución de continuidad, es todo naturaleza, árboles, viento, luz y sombras. Y comenzar a hollar por el sendero es comenzar también a despejar la mente, a dar paso a los sentidos, a acercarse a uno mismo, a dar cabida a cualquier pensamiento. Cuando esto se hace por la mañana -a buena hora mejor-, el tiempo se detiene en un paréntesis y te deja un ratito para ordenar ideas y para situarte en medio del tráfago del tiempo y de la vida.
Enseguida el camino se bifurca en la ascensión. Cualquier dirección es buena. Yo suelo encarar la que apunta hacia la derecha, en dirección sureste. Me enfrenta con los inmensos castañares que le ponen frente y espejo a estos pinares, y con la alta sierra, escalón que precede a nuestros cielos. Cuando el bosque se abre y se hace ladera empinada y calva, se dejan ver los efectos del último incendio que desbrozó y aniquiló esta ladera que se desploma en el río. Pero la naturaleza ha seguido su curso y rápidamente ha renovado su suelo y ha dejado crecer apuntes de nuevos pinos, de espinos y de robles que se alzan pequeñitos a la vida, entre altísimos juncos y algún que otro zarzal. Nada puede contra la energía y el curso de la naturaleza, ni la mano del hombre. No entiendo, sin embargo, por qué no ha llegado hasta la ladera ningún intento de repoblación forestal.
La cuesta es muy suave y enseguida se llega hasta el rellano que da paso al estanque de las aguas, tan escondido e integrado entre los pinos y al borde del camino. Su fuente invita, como todas, a templar cualquier sed del caminante y vierte sus sobras en una diminuta regadera rumorosa que se adentra en un prado y se pierde entre las hierbas.
Por allí el camino se allana y apenas cuesta dar vuelta a los pinares y observar cómo se escalonan los árboles. El suelo aquí no es rico pues los pinos lo agotan con sus restos que ponen ácida la tierra. Pero, entre sus hojas secas, se abren paso nuevos brotes de pinos al lado de los helechos y de los retoños de castaño, seguramente el árbol originario de estos parajes. A la altura de los helechos y de los brotes de castaño, se asoman algunos espinos y zarzales, pero nunca densos ni dominantes.
El tercer escalón lo ocupan los castaños crecidos, que buscan su supervivencia entre los altos pinos. No son muchos pero buscan la luz y el cielo constantemente y para ellos son los rayos que dejan pasar las ramas de los pinos. El último piso, elevado y majestuoso, es el de las copas de los pinos. Su cuidado, sus podas y su edad los han convertido en los reyes del paraje. Sus hojas perennes pero eternamente renovadas contrastan con el azul del cielo y luchan por quedarse con toda la luz que llega desde lo alto. La Cascada, la Fuente de la Hoja no son más que remansos sonoros en los que detenerse para templar la fuerza del camino, para dejar sudores en verano o para armonizar sonidos en cualquier estación.
Al lado sigue el Bosque, con sus paredes altas, con su historia dorada, con sus arreglos eternos, con su robledal tupido, con sus paseos mullidos… Se hermanan el Bosque y los Pinos con ese camino pedregoso y sombrío que el caminante de los Pinos recorre sin tiempo y sin espacio.
Los Pinos siempre dan la temperatura generosa del escaso frío y de calores rebajados. Por eso todo el año invitan a ser paseados, a gozar de sus brisas y de sus aromas y a detenerse a beber de sus fuentes mientras se escucha el sonido de cualquier pájaro que se ha perdido contemplando desde lo alto la belleza del paraje.
Suelo volver por la parte baja de la ladera que se acerca al río, aunque este no se deja ver hasta muy cerca del puente. No se deja ver pero sí oír en sus ecos y en su carrera hacia sus oficios y hacia su mar. Esta última parte ampara diversas variedades de pinos y de árboles más propios de las riberas y del rumor de las aguas.
¿Qué valgo yo en medio de esta naturaleza? ¿Qué ordeno yo en mi mente en medio de estos parajes? También en mi interior siento rumores que me traspasan todos y me habitan.
Cuando desemboco en el Puente Nuevo, otros ruidos y otras imágenes me pueblan los sentidos. Miro hacia arriba y pienso. Y cruzo en pensamiento la alameda y el río. El semáforo me engulle y me lleva hacia las calles, hacia el aliento de cada día.
viernes, 1 de octubre de 2010
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