Para Jesús Majada, que me debe un par de paseos a la orilla del mar. Y para Antonio Merino, que me los regalará.
Le gustaban los rayos mortecinos de primera mañana, el camino del paseo marítimo cuando el sol, ocre y somnoliento, parecía sacar el día de lo más hondo del mar, esas primeras horas en las que las olas se dejaban oír un poco más y mandaban sus ecos hasta cerca de la carretera.
Jesús se levantaba temprano, dejaba entre las sábanas cualquier preocupación de esas que se empeñaban en refugiarse en ellas con el sueño y que lo acompañaban durante toda la noche, y se marchaba con su perro, Pipo, que siempre lo aguardaba agazapado cerca de la puerta. El perro enseguida levantaba las orejas, se ponía en pie y empezaba a moverse nerviosamente por el jardín, a pesar de que sus fuerzas empezaban a ser escasas.
Tan solo eran unos breves minutos con el coche. Las calles aparecían solitarias y sombrías, con escaso tráfico y con el recuerdo del tráfago de la noche anterior. En una esquina blanca del puerto deportivo, aparcaba el coche y soltaba al perro, que iba y venía como si quisiera agradecer aquel regalo o se ejercitara en un diario deber de gimnasia.
Eran escasos los caminantes a aquellas horas de la mañana. Jesús rumiaba y entretejía en su mente muchas imágenes a la vez: se fijaba en el mar, en su hondura, en sus espejos grises, en sus espacios amplios, en la vida sumergida en sus fondos, en lo esencial del agua, en el vaivén constante de las olas, en ese empeño inútil de conseguir la orilla, en la arena tendida al retortero y en los siglos pasados hasta convertirse en formas diminutas que se aferraban a sí mismas y se negaban a convertirse en nada, en la calle infinita de la costa, en los establecimientos que se agolpaban para mirar al mar en un alineamiento indescriptible, en los otros espacios edificados que gateaban sin tregua hasta alcanzar ya casi la cima de la montaña, en las barcas de humildes pescadores que volvían de la mar, de recoger la ofrenda de las aguas, en los barcos más grandes que surcaban el piélago más lejos de la costa, en la piscina grande en que se había convertido su mar Mediterráneo, en los rayos del sol que daban vida durante todo el año, en la naturaleza que, agradecida, crecía sin descanso cerca del mar, en los viajeros que habían venido atraídos por los datos del clima y por las leyendas, en los turistas que, desde hacía varios decenios, se habían almacenado en sus orillas, al amparo de otras leyendas y de otras realidades… Y con toda esta carga de sentidos se sumergía en el mar y se daba un buen baño, se ungía con las aguas y, por unos minutos, se sentía otra parte pequeña de aquel inmenso lago.
Jesús hacía camino todas las mañanas, desde el puerto marino, hasta la vuelta de la última playa que miraba a poniente; desde allí, encaraba la vuelta. Como una hora andando. Se encontraba a menudo con las mismas personas y, a veces, pegaba la hebra con alguna de ellas, pero el tiempo se le iba sobre todo en abrir bien sus ojos y en dejar que su mente corriera sin descanso, entre olores de hortensia y buganvillas y los restos de espetos de sardinas de la noche anterior. Después venía el día y con él otras ocupaciones que tenía bien regladas.
Era ya una rutina, pero una rutina buscada y saboreada a la orilla del mar, del mar Mediterráneo, de su mar.
Hacía casi dos meses que no cumplía su rito y su costumbre. Hoy alguien le dijo que era tiempo de volver al paseo. Era temprano. El sol andaba casi oculto. La temperatura invitaba a salir de casa. Miró sin entusiasmo el reloj. En medio de la esfera había una fecha: uno de septiembre.
Jesús pensó que las calles y el paseo marítimo le aguardaban de nuevo y seguían en su sitio para él solo, lejos por fin de la epidemia de todos los veranos. Se levantó deprisa. Llamó a Pipo. No hacía falta: lo estaba aguardando, como cada mañana, a la puerta de casa.
martes, 1 de septiembre de 2009
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1 comentario:
Así es todo, todo, casi todo. Solo bajo a la playa a esa hora temprana de la mañana, cuando apenas hay nadie. Sólo unos pocos. Entre ellos estaba El Fari, con quien nunca hablé y a quien saludaba con un escueto ademán, levantando la cabeza.
A esta hora de la mañana la playa tiene un sabor casi prístino, que rápidamente se envilece con la horda que la invade unas horas después.
Con el tiempo algunas cosas cambian: en los dos últimos años yo he envejecido un poco sin duda, y Pipo está arruinado. Sus quince años le pesan como una losa, y su ir y venir incansable de antaño, hoy es un caminar pausado y cansino. Hasta hace poco, cuando salíamos al monte siempre me dejaba atrás; ahora, tras una hora de caminata, apenas puede con su alma, aunque mantiene muy dignamente el tipo. ¡Maldita vejez!...
Pero nos queda septiembre. No hay en Málaga mejor mes. Los turistas han desertado, el sol se dulcifica, se atempera el ambiente… y la brisa el puerto orea. Pasearemos los seis (o los siete). Y nos quedan los espetos, los boqueroncitos, chopitos, calamaritos, salmonetitos y toda esa fauna humilde y diminuta que, por momentos, hace de Málaga un paraíso sin pretensiones.
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