lunes, 14 de septiembre de 2009

BUSCANDO TRES PIES AL GATO

Me gustaría construir alguna fórmula sencilla con la que poder seguir tirando en este aquí y ahora. No quiero esta tarde principios especiales ni silogismos abstrusos con derivadas múltiples; quiero solo un frontispicio que me alegre la vista cuando mire y lo halle dispuesto para mí.

He aquí una vía de facilidad y agradecida que sueño en este instante de juego y de trasteo con las teclas. Es, además, bien corta: Tener hijos, ver la televisión y creer en Dios.

Tener hijos evita que la senda de enfrentamiento con uno mismo dure toda la vida: hay que gastar esfuerzos, inmolarse con ellos, seguir sus pasos siempre, fracasar casi siempre, pero también con ellos, velar en sus desvelos, sentir de vez en cuando la fuerza del orgullo y tener que retirarte a tiempo pues el éxito es suyo, notar tras las orejas el aliento del tiempo. Y, si llegan los nietos, todo se hace más denso y el hombre se despega de sí mismo con más facilidad y hasta con sentimiento de hacer las cosas bien.

Aplicarse a la tele es la mejor manera de embaucar nuestras mentes, de negarles su uso, de prohibirnos hacer cualquier proyecto que tenga como base el criterio personal y que acaso nos exija demasiados esfuerzos. Todo nos lo presenta para seguir sentado en el sillón, en hojas de colores o en blanco y negro según sus intereses. Pero no hay que preocuparse demasiado: la realidad es la suya y nada más y, cuando la dosis de veneno es demasiado fuerte para inyectarla en vena, llega la contradosis para que nadie decaiga ni abandone. La publicidad, las noticias y las películas forman esa trilogía imbatible, esa cámara trifocal que nos organiza, si somos manejables. En su mundo no existe nuestro tiempo, solo vale su tiempo, y el mundo es su mundo solamente. Y todo a nuestro alcance por el precio módico de ese rosario laico que significa un mando.

Y Dios en el horizonte, con la vara en la mano pero advirtiendo siempre que nuestros ratos de placer se pueden alargar después de la vida y de la muerte, evitando en nosotros la conciencia, robándonos la voz de la protesta, alargando con ínfulas de eterno todo lo que siempre apunta hacia la nada. Por si acaso.

Así, como de un plumazo, como para pasar una tarde de septiembre en este siglo veintiuno, podría valerme. Pero miro y me quedo sin respuesta. Me fallan varios focos. Y he propuesto una lente tan solo trifocal. Tal vez en las otras tardes de mi vida no haya elegido la senda más cómoda. Me lo voy a hacer mirar desde el sillón de mi terraza. En fin, fue solo un juego demasiado sencillo.

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