viernes, 11 de septiembre de 2009

POR DECIR ALGO

A la belleza se le perdona todo, hasta lo más vulgar y menos atractivo. En cambio, lo feo lo tiene mucho más complicado para ir rellenando los días y las horas con un poquito de autoestima y de dignidad. Recuperar aquella teoría platónica de la belleza como centro de atracción irresistible no está de moda porque él hablaba de otro tipo de belleza. No hay más que mirar alrededor y dejarse llevar por la mirada.

Me refiero, por supuesto, a la belleza física, a esa que domina todo lo habido y por haber, a esa epidemia que domina cualquier actividad, a ese panal al que acuden todas las moscas que en el mundo han sido. Y, más en concreto, estoy pensando en la belleza física humana. Todo se somete al canon de medidas redondas que sugieren sobre todo, aunque no concreten nunca o casi nunca. Vender garbanzos en vender curvas y sugerencias sexuales, anunciar un coche no se concibe sin el protagonismo de la representante curvilínea de turno, incitar a comprar una colonia solo es trabajo del galán seleccionado, escribir para el agrado personal y de los demás sostiene con inusitada frecuencia imágenes sensuales acumuladas. En fin, que rematamos con aquello de “que se mueran las feas” y hasta siente uno como una especie de gustino.

Lo malo de este proceso es que está condenado al fracaso desde su propio nacimiento y desde su propia definición. Porque no hay mal que cien años dure ni belleza que se mantenga eternamente. De manera que, o se autoengaña uno, o al cabo de un ratillo se encuentra en el espejo flojo y pendulón. Y entonces sí que será el crujir de dientes real y el sentimiento del fracaso marcado en la cara de tonto que se queda.

Huir de la atracción que provoca esa belleza física, marcada por un canon artificial y siempre cambiante a lo largo de la historia, no está en lo normal de los humanos. A mí que no me busquen para negar lo que me place. Pero someter toda actividad a ese parámetro y no ir reconociendo mansamente los nuevos tiempos y espacios que van ajando nuestra propia realidad hasta ponerla cada día de su manera es hollar un camino que no tiene otra meta que el fracaso.

Claro que habría que hacerlo con cuidado pues sufrirían los grandes almacenes, se resentiría el comercio, la escala de valores se transformaría y las pasarelas caerían en el olvido.

Pero no sé si no rescataríamos para la convivencia y para la satisfacción a tanto fracasado y a tanto aspirante que siempre anda en el camino pero que nunca llegará a la meta.

Tal vez deberían enseñarnos desde niños que la vida es una fiesta pero que es muy diversa y siempre nos conduce hacia la fatalidad y hacia la nada. Tal vez entonces nos llevaríamos alguna decepción inicial pero evitaríamos todas aquellas que vamos descubriendo en el resto de la vida.

En ratos como este, en los que naufragan demasiadas cosas: la cultura, los iconos, las divisiones en clases, las muecas y las sonrisas, los códigos ocultos y los menos escondidos, acaso es cuando uno necesita una pasión espiritual que eleve un pelín los sentidos. Pero entonces tal vez sí estaríamos en los predios del amor platónico. Vale.

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