jueves, 5 de junio de 2008

EL RASTRO DE LAS COSAS



La vida anda pegada en el rastro de las cosas. Pero de todas las cosas, también de todas aquellas que se me escapan de las manos o que no me llegan a ellas ni en perfume. Porque suceden cosas, siempre suceden cosas y en todo lugar suceden cosas. Y yo no abarco nada, casi nada, mis brazos solo llegan hasta un metro o dos metros de distancia, mi mente solo alcanza hasta lo que me roza y me hace cierto. Suceden tantas cosas por ahí fuera y por ahí dentro…
Como mi roce es leve y es concreto, como no alcanza más de lo que alcanza, me quedo a dos velas de casi todo el mundo, me instalo en el ojos-que-no-ven y vivo siempre a ciegas, como un autista auténtico, como un lobo de mar, como un tal Robinson en cierta isla, como un ciego y un sordo al mismo tiempo, como un puro accidente.
Pero pienso que a veces esta deficiencia resulta necesaria. Tanto en el dolor como en el amor. Amar a todo el mundo es muy hermoso, pero solo en teoría. El amor se concentra en unos pocos, en los que están más cerca para la vista o la mente, para los que comparten el pan y las palabras, para los que te rozan con su cuerpo y su mirada, para una minoría muy exigua. Y lo mismo sucede en el dolor: “Según la ley de Newton, / que relaciona masas y distancias, / no son igual los muertos de Ruanda / que el catarro en Vallecas”. Son palabras irónicas de un poema antiguo que reivindico hoy aunque con otros tintes.
En esta pequeña ciudad fallece casi todos los días alguna persona. ¿Alguien podría soportar el dolor que suponen estas pérdidas si en todas se produjera el mismo grado de afectación. Sencillamente resultaría insoportable. La naturaleza nos ha situado con unas líneas de defensa que se instalan muy cerca de nosotros y que nos defienden de todo aquello que no somos capaces de soportar.
Y lo mismo sucede con los afectos. Se desparraman pero se suelen quedar ahí mismo, muy cerca de nosotros, como llamándonos egoístamente siempre y no perdiéndonos de vista, de tal modo que lo que empieza a alejarse mínimamente lo vemos ya con distancia: una boda de un vecino, la suerte de un compañero, la fiesta de la empresa que está ahí mismo, las risas del que anda a nuestro lado, los abrazos de alguien conocemos de toda la vida, la suerte de cualquiera.
Andamos casi autistas y acaso no es muy malo que así sea. No sé si sabríamos hacerlo de otra manera. Por eso los amigos son muy pocos, la confianza se resiste a salir de su madriguera, nos damos pero después de olfatear el horizonte; y nos dolemos con los otros, pero siempre con cierta reticencia, como con tendencia a olvidar y a someternos sin tasa al curso de la vida, al curso inevitable del día y de la noche, del frío y del calor, de la risa y del llanto.
Y toda la vida, o casi toda, sigue viviendo a nuestras espaldas, ignorándonos tanto, que apenas si notamos su paso en la penumbra.

1 comentario:

altairbejar dijo...

Ánimo Antonio, te veo un poco bajo de pilas. Yo tampoco es que las tenga cargadas pero de momento me dan para levantarme por las mañanas.

Yo, cuando hablas de las pérdidas de seres queridos fallecidos, me hago una pregunta: ¿Y si aunque están vivos una mala ley, que considera las circunstancias injustamente iguales, hace que no los puedas ver, ni hablar, ni tocar aunque lo desees y ellos lo deseen también? Es algo para reflexionar.