miércoles, 25 de agosto de 2010

GREDOS-PORTILLA DEL REY




He vuelto a dar con mis pasos por las cumbres de Gredos, por esos riscos de la vieja Iberia, en un clarísimo día de agosto, cuando el verano ha agostado todo el suelo y ha dejado solo el verde en algunos recodos de las más altas cumbres.

Tenía pendiente esta caminata porque me gusta rendir un pequeño tributo cada año a esas montañas que se pasan la vida y la otra vida allí arriba subidas, siempre de centinelas de la Historia, viendo pasar el tiempo impertérritas, con el verdín le liquen pegado en sus pizarras, con los restos de nieve que se resiste a dejar de ser visible, con las aguas que salen de no se sabe dónde, con las gargantas hondas y peladas, con las lagunas vedes y un poco más escuálidas, con los senderos siempre pedregosos, con los circos de siglos siempre mirando al cielo, con los machos cabríos rondando en cualquier parte, sobre las rocas colgadas del abismo, con sus vistas casi infinitas hacia cualquier sentido, con las fatigas limpias de los caminantes, con el pudor perdido del que anda los senderos lejos del otro mundo, con el sudor y el aire, con la imagen cambiante cada poquitos metros, con el cansancio echándose en las piernas y en el cuerpo, con esas sensaciones de la nada y el todo, con los riscos sin pesos ni medidas, colosos sin movimiento, con la seguridad de que todos los humanos, tomados de uno en uno y hasta en conjunto, somos totalmente prescindibles para la naturaleza y para la vida, con la certeza de lo más inmediato y elemental rodeándote siempre, con el valor sonoro del silencio, con el rumor del agua, con la serenidad del valle y la gravedad de lo que se desploma, con aquellos espejos diminutos de lo que se divisa en la llanura, lejos, allá en el horizonte, con esa mirada de frente con el cielo, con las nubes huidas y el azul anegando cualquier geometría, con eso del bien y el mal diluido y ausente, con una nueva escala de valores sencilla, con un vivir distinto.

Esta vez tocó subir con calma y tiento hasta la Portilla del Rey. Dicen que es este un camino pensado y construido para que el rey Alfonso XIII pudiera ir a cazar a esos parajes abruptos y empinados. Bien poco me importa esto. Es cierto que el camino se aleja de la Laguna para encarar otros valles y otras gargantas diferentes a las del trillado y hermosísimo Circo de Gredos. Subidas y bajadas, gargantas y gargantones, escalada zigzagueando hasta donde se acuestan las estrellas, nos llevaron hasta la cima que da vista a las Cinco Lagunas.

Algún montañero más iba y venía, y se cruzaba en nuestro camino, pero esta senda es mucho menos hollada que la del Almanzor. El Gargantón vertebra toda esta parte derecha del macizo de Gredos y da base a los picos o recoge las aguas que van desplomándose camino del horizonte último.

En lo alto de la cima, que da vista a dos valles, nos encontramos con unas muchachas que andaban recorriendo con calma estas montañas. Un par de cabras (madre y cabritillo muy joven) se quisieron sumar a los aires y al reposo. Desde allí todo era libre y luminoso.
Esos aires cumbreños y esas sensaciones de estar en lo más alto son otras sensaciones muy distintas.

Existen otros mundos, os lo juro. No sé si son mejores o peores, aunque tengo mis sospechas, pero son bien distintos. Y existen, os lo vuelvo a jurar. Y vivirlos, aunque solo sea por contraste, bien merece la pena.

N.B. Otra vez vino Manolo Casadiego conmigo, montañero seguro y avezado, con el que hay seguridad, ayuda, conversación amena e inteligente y siempre espíritu positivo. Un lujo.

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