Llevo mucho tiempo viendo pasar las horas desde esta ventana, contemplando cómo se atizan por ahí fuera sin hacer casi nada por apartar algún palo, mirando cómo se remansa o se apresura la corriente sin tirarme de cabeza al río.
Quiero decir que no lo hago con la frecuencia que me pide el cuerpo, o sea, que es una actitud consciente que a veces me cuesta mantener y que no siempre estoy seguro de que responde a lo que tenía que hacer.
En verano, además, el ritmo me permite ver y mirar con más tranquilidad y tal vez seleccionar con más calma lo que me viene de fuera. Los medios -otra vez los medios- rellenan sus espacios con sandeces a gogó, tratando, con sus secciones be y sus becarios, de sobrevivir a la cuenta de resultados mientras vuelven los de la nómina a enfrascarse en las disputas clásicas. Este mes de agosto han incorporado un tema que posee mucha trascendencia, es el asunto de la candidatura socialista en Madrid.
Como tienden a hacer casi siempre, se pierden en nominalismos amarillentos que son los que más dividen y los que más venden. Pero creo que, en el fondo, se dilucida un asunto de vital importancia para la convivencia en este país y en cualquier comunidad. Se trata de la democracia interna en los partidos.
Mi defensa frecuente de la clase política no se asienta precisamente en este aspecto, pues la democracia en estas instituciones deja muchísimo que desear. Y, a pesar de todo, no sale demasiado mal parada si es comparada con lo que sucede en otras instituciones.
La realidad demuestra que primarias solo se ejercen en las formaciones de izquierda, que la derecha ejerce el más puro caudillismo y que la opinión pública parece que, desgraciadamente, tiene asumido que esto es así pues nadie castiga esta desigualdad. Qué le vamos a hacer. Yo ya lo doy por descontado.
Pero en cualquier proceso de este tipo -y bienvenido sea- se pone de manifiesto la diferencia que hay entre las libertades formales y las libertades reales, entre las igualdades aparentes y las desigualdades evidentes. Aquí solo daré un apunte.
Se discute públicamente acerca de la bondad o maldad de los perfiles de los candidatos por el hecho de que sean más o menos conocidos por los ciudadanos. Y hay muchos, demasiados, dispuestos a supeditar cualquier mérito o cualquier programa a la popularidad del candidato. Está sucediendo en Madrid y sucede en cualquier comunidad. Algunos descabalgan con el beneplácito del jefe y parece que ya tienen a toda la procesión siguiendo sus pasos.
Me parece un error mayúsculo y una renuncia intolerable. Alegan los defensores de esa supuesta popularidad que lo primero es ganar las elecciones y después ya se verá lo de los programas. Creo que el orden racional invita a lo contrario, a que una agrupación presente unas ideas y después, solo después, a unas personas que las concreten y que las desarrollen.
Si se hace al revés, las inercias nos van a poder siempre, Franco siempre sería el mejor candidato y se estaría insultando todo el día a la población de la habría que esperar que actuara no por impulso o por imagen sino por programa o por ideas. Y si por desgracia tuvieran razón los que así piensan -y hasta puede que la tengan-, una formación con ideología y programa lo que tiene que hacer no es degradar y animalizar más al personal sino defender serenamente sus ideas, aunque eso suponga la minoría y la oposición. Al poder no se debe llegar para servir instintos sino para desarrollar ideas que mejoren la vida de los ciudadanos.
Y la guinda: si la persona que ocupa un cargo pensara alguna vez que vino a servir y no a pensar que ha llegado a ningún sitio personalmente, acaso muchos de estos conflictos tendrían otro perfil o incluso se escaparían por la gatera sin que nadie pusiera cuenta en ello. Así somos.
jueves, 12 de agosto de 2010
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