sábado, 19 de junio de 2010

"Y CUANDO LLEGUE EL DÍA..."

Ayer me entregaron un ejemplar del último número de la revista Torreón. Esta revista, que se edita anualmente en el instituto Ramón Olleros, ha visto en sus páginas muchas palabras mías. Y no solo ha visto palabras, también ha recogido ideas e impulsos que he procurado entre los alumnos. Con perdón, ha tenido mi sello en muchas ocasiones. Y no porque yo lo quisiera sino porque no había manos que empujaran.

Este año dejé de asumir la coordinación aunque cualquiera que mire sabe que buena parte de las páginas siguen siendo impulsos que yo he provocado entre mis alumnos. Me gustaría que el trabajo se continuara en los próximos cursos. Solo se necesita un poco de interés y de creencia en que la palabra posee un gran valor. La revista es muy modesta pero a los alumnos no se les pueden pedir los rendimientos que no van a dar.

Siempre aportaba algo de mi propia cosecha. Este año, el año de mi despedida, no iba a ser menos. Copio aquí la reflexión que, a través de sus páginas, he hecho llegar a quien quiera darse por aludido.

Y CUANDO LLEGUE EL DÍA…

No, esta vez no se trata del primer hemistiquio de un verso sino de una realidad que se asoma, que agiganta su figura y que anuncia su entrada con trompetas y fanfarrias en formato de jubilación.

Llevaba pocos años funcionando el instituto Ramón Olleros cuando alguna razón casi azarosa me trajo hasta sus aulas. Estudié unos años de bachillerato (en dos años hice tres cursos: ¿os imagináis eso ahora?) y me marché a Salamanca. Pero, en cuanto acabé mi primera carrera universitaria y tuve la suerte de aprobar mis oposiciones, senté mis reales entre estos muros y aquí he permanecido durante toda mi trayectoria docente. No ha habido otros destinos, ni traslados ni viajes ni nada de nada. Ha habido otras muchas experiencias profesionales pero siempre combinadas con la de profesor de este centro. Por el medio, mis hijos también se formaron en sus aulas, antes de abrir el vuelo en busca de otros horizontes. Hasta la fecha, al menos numéricamente, el instituto me pertenece y yo le pertenezco; no creo que haya nadie, hasta este momento -perdonad el desahogo-, que pueda presentar una hoja de servicios tan prolongada como la mía. Es solo cuestión de suma y resta. Y de años.

Es fácil imaginar todo un glosario de anécdotas, de estadísticas, de empeños, de éxitos y de fracasos que han ocurrido durante todos estos años y a los que he asistido como espectador o como protagonista. No hay espacio ni tiempo para hacer un resumen y tal vez resultaría un poco nostálgico.

En el fondo pienso que los esquemas se repiten más de lo que parece, que lo que ocurre de las puertas para adentro y para afuera cada año no es muy diferente. Al fin y al cabo, se trata de enfrentarse a una aventura fantástica como es la de la enseñanza. A mí me gusta más hablar de educación, concepto que abarca un mundo mucho más amplio y más rico. Hay unos agentes que actúan durante nueve o diez meses sobre ese concepto tan polivalente y tan extraordinario como es el de la educación. Cuando termina cada curso, algo se tiene que haber movido en ese proceso. Y, si ha sido para bien, el objetivo se habrá cumplido.

El eje de todo ese proceso tiene que ser el alumno. Los demás elementos (profesores, padres, sociedad y administración) tendríamos que tener la humildad de entender que somos simples fámulos, sirvientes necesarios, agitadores constantes, ejemplos diarios… Pero jamás protagonistas, nunca depósitos de verdades extrañas que solo se venden a alto precio, en ningún caso rivales de nadie ni de nada. O sea, poquita cosa.

Pero ser eje y núcleo exige muchas cosas al alumno. Tiene que ser consciente de que la comunidad pone a su alcance muchas posibilidades y no tiene derecho a despreciarlas sino la obligación de devolverlas en forma de esfuerzo y de trabajo. A estas alturas de la fiesta se me podrá permitir algún consejo. A ver si lo describo en muy pocas palabras:

Que el alumno venga a aprender, no a aprobar, pues, si viene a aprobar, corre el peligro de suspender y no aprenderá casi nada; si viene a aprender, corre el sanísimo peligro de aprender y, además, obtendrá muy buenas calificaciones. Que no vea enfrentamientos ni tensiones por todas las esquinas: eso produce solo caras largas, y conduce a un intento de burla continuada de tal modo que, en cuanto se ha conseguido salvar el obstáculo del examen y de la nota, nadie se digna ni a mirar hacia atrás si no es para escupir. Intuyo que este mísero esquema funciona demasiado en todas partes y en todos los niveles. Y que el alumno, desgraciadamente, se presta muy dócilmente a interpretarlo en cuanto se lo presentan como la fórmula más sencilla y repetida. Si existe algún elemento clave en la educación, tal vez sea este que aquí apunto.

Que el profesor sepa que su misión fundamental no es la de exigir sino la de exigirse y la de ofrecer (trabajo, ejemplo, rectitud, sentido común). Que entienda que la vida del alumno no se agota precisamente en su asignatura y que comprenda que se trata de un camino compartido con el alumno y nunca de una lucha imbécil de exámenes y notas.

Que los padres entiendan que la educación es una cosa de todos y que sus hijos se educan par vivir en una sociedad. Que los profesores entiendan también esta verdad.

Que la sociedad comprenda que la base de una comunidad sana y próspera está en una buena educación, que sea generosa en el esfuerzo y rígida en las exigencias.

Que la administración haga suyas estas realidades y que no trabaje solo por la burocracia y por los elementos formales sino por que la aventura sea compartida y animada por todos en las mejores condiciones.

Estoy convencido de que esto no es posible sin una base ideológica determinada (ya está aquí el tipo trasnochado y anacrónico, dirán algunas lenguas), sin un análisis y un convencimiento de que la tarea es de todos y de que esto no es ninguna carrera de obstáculos sino un proyecto ilusionante.

A este proceso renovado he asistido durante muchos cursos. Siempre me he sentido un ser privilegiado pues he prestado mis esfuerzos a algo tan apasionante como es la educación, ese fondo inagotable y confuso que modela la vida de las personas. No puedo decir otra cosa que gracias.

No sería muy honrado si no dijera que siento muchas grietas en todos los caminos, que los ideales y las concepciones educativas son muy diferentes según las personas que los concreten. Y, como ahora importa ya poco y nunca me he callado demasiado, tengo que reconocer que casi siempre me he sentido en minoría. Ojalá que el equivocado haya sido yo.

Pero el camino es largo, los frutos son fecundos y la tierra trabaja lentamente, los años se renuevan, los alumnos también, también los profesores. La vida es un momento aunque nos creamos eternos y por esta última estación de cesar en el trabajo es por la que al fin pasamos todos.

Dicen que el resto es júbilo. Ojalá que así sea. Es tiempo de resumen y de tender las manos. Aquí está la mía para dar un abrazo al que lo acepte.


Hace ya muchos años compuse este poema. Nació entre las paredes de este centro. Era premonitorio y ocupa cualquier página de alguno de mis libros. Hoy lo adopto de nuevo y me acojo a sus versos:


AÚN resuenan los pasos en mi pecho
de estos pasillos hondos donde anduve
detrás de los muchachos. Cada día
fraguaba una batalla en cada esquina:
unas voces al aire, aquel descuido
de no cerrar la puerta en el momento,
o tu boca de fresa
cuando tocaba el timbre de las doce,
o el esfuerzo baldío por resolver
la duda del poema.

Era como subir al cielo cada día,
como entender que hay causa
para vivir sin tregua.

Hoy he vuelto a pasear en el silencio
de la tarde callada.

Apenas oigo el eco debilísimo
de aquellas otras tardes en los claustros.

Nadie sabe mi nombre, desconocen
que sigo suspirando entre las aulas.

¿Dónde están esos años que he vivido
y que apenas resisten
las huellas del futuro?
¿Acaso no he vivido?
Tal vez no lo recuerdo.

Antonio Gutiérrez Turrión (Profesor de Lengua y Literatura)

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