Es casi media noche cuando por fin puedo sentarme un ratito. Vaya jornada. Creo que he cumplido todo el programa que se me echaba encima y alguna actividad ha supuesto para mí una satisfacción de esas que se producen muy de tarde en tarde.
Hoy celebraban los alumnos que terminan el bachillerato su graduación. Es este un festejo que gana adeptos año a año y que a mí me parece que repite demasiado costumbres americanas. No me gusta demasiado la pomposidad ni los arreglos exagerados de los alumnos y, sobre todo, de las alumnas, pero todo importa poco al lado de lo que para ellos significa y lo bien que se lo pasan. Acudí, como suelo hacer cada curso, para rendirles ese pequeño homenaje y para desearles suerte en el futuro de sus vidas. Me parece que también forma parte de mi trabajo y lo hago con gusto. Creo que todo el profesorado debería hacer lo mismo, sin estridencias pero con aplicación, pero no es así. No quiero glosar este asunto ahora.
Cuando el acto hacía poco que se estaba desarrollando -apenas se habían expresado algunos agradecimientos- la asociación de padres quiso darme públicamente las gracias por mi labor docente de tantos años. Pero lo hizo de una manera especial. Una alumna de hace al menos veinte cursos leyó un poema mío, después leyó unas líneas que ella misma había preparado y remató con otro poema mío. Me hicieron subir y respondí con unas brevísimas palabras de agradecimiento. Y a todo esto, todos los presentes respondieron con una ovación que me descompuso y me hizo venirme abajo.
Hoy era el día de los alumnos y, de ninguna manera, el mío. Y, por supuesto, lo sigue siendo. No sabía nada de nada. Todo fue una agradabilísima sorpresa. Y venía de los padres. Y de los alumnos de hace mucho tiempo. Y a todo se sumaron con entusiasmo los presentes, todos los alumnos, según el volumen con el que sonaba todo aquello. Qué gozada. Seguramente haya en ello buena parte de vanidad, pero creo que hay algo más que resulta un poquito más duradero. En esta profesión de la educación, nadie puede esperar éxitos económicos y acaso tampoco sociales de relumbrón. Pero, cuando te sucede algo como esto, te entra un relámpago dentro que no es fácil de describir ni de cuantificar. Repito que venía de los padres y de los alumnos. Y en un día en el que lo que se presentaba tenía que ver con ellos, no conmigo.
Hoy confieso de nuevo -no podría ser de otra manera, a pesar de lo que hoy me ha sucedido- que, a pesar de demasiados pesares, la profesión de educador sigue siendo un privilegio. Contribuir a que otras personas puedan indagar un poquito más en estos asuntos de la vida es tarea maravillosa. Que a uno le reconozcan que realiza sus tareas no solo como obligación sino que han visto también algo distinto, eso que llamamos vocación, es algo extraordinario.
Aunque solo sea a través de esta ventanita, quiero dar las gracias a todas las generaciones de bejaranos y comarcanos que me han permitido desarrollar una labor en la que siempre he creído, un trabajo que siempre me ha parecido importante para el desarrollo social y una actividad de cuya utilidad nunca he dudado. Hoy me siento un poquito más privilegiado. Si además esa actividad recibe algún reconocimiento público, aunque no sea precisamente lo más importante, mejor que mejor. Gracias a todos por haberme permitido estar a vuestro lado y por aguantarme.
Para rematar la faena y salir por la puerta grande, acudí al teatro Cervantes, a escuchar al grupo Mayalde. Y fue para mí como si me regalaran el arte en estado puro. Por favor, que vengan más veces, aunque sea para actuar para mí solo. Voy a dormir feliz. Mañana me aguardan el campo y el calor.
viernes, 4 de junio de 2010
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1 comentario:
Querido Antonio me uno al homenaje, que me parece bien merecido.
Un fuerte abrazo compañero.
Por cierto Muchísimas gracias, mi amigo aprobó el acceso a la universidad. ha nacido un nuevo alumno. Gracias. El comentario le salvó la prube.
Un beso.
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