martes, 16 de febrero de 2010

POÉTICAS

Cada cierto tiempo me convoca, para hacer un pequeño aparte y tomar una copa, esa fuerza que empuja al creador a lanzarse a la calle, a hurgar en mundos nuevos, a eso que llamamos escribir. Hay mil razones para que yo le haga caso por unos minutos y para que me someta a esa confesión cíclicamente; entre otras la de que acaso las fuentes no siempre manan de la misma forma, sobre todo si han perdido los escondidos hilos de los que alimentarse.

La verdad es que, desde hace mucho tiempo, el esquema me viene resultando el mismo. El fondo se repite en toda clase de creaciones -al fin y al cabo se trata de jugar con las palabras-, pero pienso sobre todo en la creación poética y en la prosa más lírica.

No hay más que uso de palabras, buen orden de las mismas e intento de provocar sensaciones especiales en el que las recibe. Tres patas para una silla que aspira a deslumbrar en todo instante. Lo de usar las palabras parece que va en el lote de regalo. Cosa muy diferente es ordenarlas bien, dar con sus sonidos exactos, provocar desde su propia forma, plantear los acentos, los tonos, las ausencias, el lugar oportuno, las reiteraciones, los silencios, los ecos y las voces, el dominio concreto de toda la retórica, su uso ajustado y simple, o acaso su desbordamiento, la entonación, el presentar la cosa con un perfil distinto, el recrear el mundo como si no existiera hasta ese momento, el entender que el tema es la propia presentación del mismo, el juego significativo de extensiones y silencios, los arranques y finales, los deslumbramientos…; y aquí hay mucho que aprender y muchas horas en las que poner la base de las formas y de los contenidos. Con eso y mucho más, aparece la tercera parte, siempre azarosa y pendiente del gusto del lector. Si conectan las tres partes, estamos en el camino de conseguir el éxito y, en todo caso, hollaremos las pistas de eso que llamamos creación.

Hay una maldita pata en ese triángulo que no depende del creador sino del recreador, o sea, del receptor, del lector o del que escucha; su decodificación y sus gustos le pertenecen y tiene que responder de ellos. El contraste resulta inevitable y el fracaso ronda siempre: qué le vamos a hacer.

Pero hay un primer lector que es el propio creador, y a él mismo es a quien tiene que satisfacer su propia obra, aunque rompa todas las leyes del mercado, de la mayoría y de la escala de valores impuesta por la sociedad o por los medios de comunicación, algo que viene a ser lo mismo. Y esa responsabilidad tiene que asumirla con todas las consecuencias. El poeta no puede hacerse trampas a sí mismo (si tiene que ser fingidor, tiene que ser perfecto), por más que eso le lleve al fracaso social, tiene que creer en lo que hace, debe convencerse de que lo que está haciendo merece bien la pena, le ofrece una perspectiva de la realidad no vista antes. En definitiva, tiene que moverse en el territorio de la sinceridad y de la honradez personal, tiene que sentirse satisfecho consigo mismo, tiene que comprarse su propio producto y pagar por él con el convencimiento de que realiza una buena compra, de que por él no ha quedado, y, si queda engolfado y seducido, mejor que mejor. Ese territorio moral en el que ha de moverse tiene que ver tanto con la forma como con el contenido; por eso el conocimiento de formas y la selección de temas resulta fundamental, por eso el número de poéticas resulta innumerable, por eso no hay poética que se salve si no lleva detrás una forma de vida paralela en el creador; por eso, tras el árbol de una creación, tiene que haber un jardín abonado y coherente que propicie el crecimiento de esa planta.

El respeto por todas las poéticas no significa que sean compartidas ni seguidas. Si exijo cierto paralelismo con la conciencia del creador, solo me quedaré con aquellas que satisfagan mis gustos y que se aproximen a esa escala de valores en la que yo me encuentre mejor y más cómodo, en aquellas que presenten un mundo y una configuración del mundo que me lleve a los principios con los que trabajo cada día.

Y, en esa variedad, me quedo con aquellas que son capaces de provocar sentimientos y convulsiones personales a la gente que quiere conducirse desde dos o tres principios: el sentido común bien entendido y la buena voluntad. Soy consciente de que esto, así expresado, parece poca cosa, o casi nada, algo así como lo primero que se le ocurre a un alumno juvenil y sin poso ni experiencia; pero, cuanto más lo considero, más completo y honrado me parece, y más elementos intelectuales y afectivos incorpora. Al sentido común aspiro desde la racionalidad que me dicta que todo ser humano comparte una gama de derechos y deberes que se puede analizar y articular desde la razón y desde el entendimiento, y que casi todos los conflictos humanos se solucionan desde la serenidad y la mirada alta, desde la tranquilidad y con la vista puesta en la normalidad y no en el egoísmo y el interés particular a costa de los otros. A la buena voluntad llego por la comprobación de que la razón tiene unos límites y unas carencias bastante evidentes y de que, de nuevo, la solución tiene que llegar desde la aplicación generosa de los acuerdos y no desde la literalidad de los compromisos. Para ejemplificarlo, me rebelo contra el dolor en el mundo y me gustaría entenderlo desde la racionalidad y lejos de las imposiciones religiosas, pero me conmueve cualquier muestra de dolor y estoy dispuesto a todo con tal de que se calme la dolencia.

Tal vez por eso ando siempre en medio de la duda y cerca del grito y del silencio a la vez.

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