sábado, 27 de febrero de 2010

APOLOGÍA DE UNA ILUSIÓN

No tengo remedio. Y ya voy peinando canas como para pensar en alguna poción que me redima. Tengo la sospecha de que hay determinadas cosas (creo que son bastantes) a las que me entrego sin condiciones. Mi razón me advierte de que este desequilibrio tiene sus peligros y de que, con alguna frecuencia, la caída resulta dolorosa si algo me falla en la otra parte. Este esquema lo puedo aplicar a demasiadas variables en la vida; tal vez a todas.

¿Cuántas veces me he confesado mi culto por buena parte del cine español y mi desagrado y prejuicios por buena parte del cine de los Estados Unidos de Norteamérica? Hoy lo he vuelto a comprobar.

“Vecinos de Villar del Campo…”; “Del Río, del Río…”. He perdido la cuenta del número de veces que he visto la película Bienvenido, Mister Marshall, obra de Luis García Berlanga, que gasta ya nada menos que 57 años. Hay una cadena de televisión que repone películas antiguas y, con alguna frecuencia, proyecta esta. Cuando esto sucede, y la casualidad procura que me entere de ello, los que me rodean ya saben que es mejor que no me interrumpan y que me dejen disfrutar con ella. Por si se diera el caso, aconsejo a mis visitantes que hagan mutis por el foro y que me perdonen hasta la próxima ocasión. Esté solo o acompañado, mi risa se me afloja hasta convertirse en carcajada cargada de amargura. Porque también lloro siempre con sus escenas.

Salvando todo lo que haya que salvar, me parece una metáfora extraordinaria de muchísimas cosas: de una forma de vida, de cómo se puede hacer cine sin acudir solo al dinero, de cómo se puede hablar de cine sin destacar como principal valor el nombre de sus protagonistas ni la recaudación conseguida, de lo que significa una ilusión colectiva, sea esta inoculada o buscada por todos los componentes, de la entrega que ponen las gentes sencillas en esas ilusiones, de…

Hay una escena que refleja, acaso mejor que cualquier otra, el resumen de esta ilusión. Las gentes se han concentrado en la plaza del pueblo y, en ordenadas filas, van pasando para dejar sus peticiones ante las fuerzas vivas. En cada una de esas peticiones está resumida buena parte de la vida de cada uno de ellos; esas peticiones reflejan sus sentimientos, sus impulsos, sus sueños, sus rencillas, sus deficiencias, sus rectificaciones, sus frustraciones, los límites en los que se mueve su vida… Un arado, un tractor, una máquina de coser, un carro (no se sabe si para tirar de él o para ponerle una yunta, unas fanegas de trigo… Qué sencillez y qué poquita cosa. Qué estremecimiento y cuánta emoción concentrada. Hasta la mujer anciana y sorda se acerca a la fila sin propósito definido, sencillamente como un elemento más que participa de lo que diga la comunidad. Y detrás, la voz en off que va dirigiendo el relato de forma maravillosa, como para que no se pierda ningún detalle.

Cuando pasa la tormenta y queda el campo baldío, cuando los pretendidos americanos pasan de largo, nada de lo que allí bulle se viene abajo, todos asumen su condición, aportan lo que pueden para reparar los gastos del jolgorio y siguen mirando al cielo, dependiendo de nuevo de lo que el tiempo les quiera deparar, prendidos de un hilo que los mantiene entre un pasado mísero y un futuro incierto.

Luego, ya se sabe, “a veces pasan cosas, pero luego…, pero luego sale el sol…”

A mí me gustaría vivir mis días en una comunidad pequeña y solidaria, llena de sueños y de ilusiones sencillas, de esas que casi nunca se cumplen pero que te obligan a rozar tus días con los de al lado desde la sencillez y desde la naturaleza, desde la falta de doblez, desde la petición de lo imprescindible y desde el gozo de lo elemental. Y lejos de tanta superproducción y de tanta apariencia desbocada que no concibo hacia dónde nos lleva. No es casualidad que el nombre del pueblo en la película sea el de Villar del Campo, o el de Villar del Río.

“Vecinos de Villar del Río, como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación…” Qué maravilla.

1 comentario:

Jesús Majada dijo...

Tienes razón. A mí también me gusta el cine menor. Y digo menor refiriéndome al que no tiene otras pretensiones que las de contar lo que pasa cualquier día cerca de mí. Los dos últimas películas que he visto son “Avatar” y “Yo, también”, que pueden representar esos dos polos extremos a los que te refieres.
La primera impresiona por su derroche de recursos, medios técnicos, efectos asombrosos, figurantes, figurantoides, ayudantes de todo y… dinero, mucho dinero. El guión es simple, más bien simplón, aliñado con un mucho de ciencia ficticia, bastante de ecologismo snob y un final dulzón en que los buenos-débiles vencen a los malos-poderosos. Quien no disponga de los ciento cincuenta minutos que dura, vaya a ver sólo la media hora final y verá la película completa, pues la estructura narrativa es tan elemental como su argumento: a lo largo de dos horas van apareciendo los saurios primitivos, las manadas de toros, los escuadrones de helicópteros, las libélulas luminescentes, las máquinas infernales y las mega-aves acrobáticas; y en el tramo final llega San Fermín, pues de pronto se abre la puerta del chiquero y de allí empieza a salir en tropel todo este ganado estridente, extravagante e insólito. La película es maravillosa, fantástica, colosal… en el sentido auténtico de las palabras.
“Yo, también” es todo lo contrario. Con unos medios económicos escasos y un guión absolutamente creíble, se ha construido una película cercana, real, entrañable, con pequeñas dosis de humor que mitigan la desazón con que nos importuna la vida. Y los actores parecían la gente que cada día veo pasar por la calle. Tuvimos la suerte además de que estuvieran presentes el protagonista y los directores de la película, dos muchachos que no llegarán a los treinta. ¡Qué gente más normal! ¡Y qué envidia sentí de no haber sido yo quien narrara, con tanta sencillez, una historia tan difícil de contar!
En fin, cine menor que vuela mucho más alto que todos los Avatares y sus pajarracos.