jueves, 25 de febrero de 2010

LAS CASAS ESPERAN A SUS HABITANTES

¿Esperarán las casas a sus habitantes? Cualquiera diría que sí. La habíamos visto muchas veces en nuestras incursiones por el paseo fluvial, en aquellas tardes de verano en las que buscábamos la sombra y algo de frescor en el que refugiarnos del sofoco y de la sequedad. Nunca habíamos reparado en ella. No nos habíamos fijado por ejemplo en que los rayos de la tarde se colaban oblicuamente por las ventanas más altas y casi traspasaban la casa hasta la otra vertiente.

Una tarde, cuando ya el otoño encogía los días y empezábamos a preferir los espacios cerrados para refugiarnos, nos asaltó el anuncio en las paredes. Tal vez fue su color rojo de fondo. Nos paramos, lo miramos, nos miramos y sonreímos. Fue como un empujón invisible el que nos llevó a apuntar el número de teléfono y a llamar. Al fin y al cabo, el precio no era desorbitado.

Apenas tardamos dos semanas en cambiarnos a aquella casa. La encontramos sin muebles pero templada y con olor a los anteriores vecinos. Su aroma permanecía en las paredes y en los suelos. Por el interior de las habitaciones volaban sus recuerdos, seguían aposentados los momentos en los que habían dejado correr sus sentimientos. Las persianas y las puertas conservaban momentos de tristeza y de felicidad. Abrirlas fue como acelerar el tiempo y romper el paso del calendario.

Era grande y luminosa. La parte sur miraba al río y desde los balcones se podía ver a los últimos atrevidos bañarse en las aguas limpias cuando la tarde moría. En la esquina más occidental quedaban los restos de un corazón pintado en la pared atravesado por una flecha. La primera tarde que nos sentamos allí hicimos la promesa de no repintar aquel rincón. Lo bautizamos con el nombre de “Rincón de los enamorados”.

Las paredes, los pasillos y los suelos iban a ser desde aquel día nuestros defensores, los guardianes de nuestras vidas. Muchas de nuestras ilusiones y de nuestras frustraciones se iban a someter a los límites de aquellas paredes, se iban a encoger en el espacio y en el tiempo a las coordenadas de aquellos metros cuadrados.

Con los muebles a medio instalar y con las cajas de cartón almacenadas en dos de las habitaciones, decidimos sentarnos en el sofá y quedarnos prendidos de la tarde. La vista se nos fue a lo lejos; después pasó por el rincón orlado por el corazón, y terminó concentrado en nuestras propias miradas. La luz ya declinaba. Otra luz se encendía en nuestros ojos. Y también en nuestros cuerpos, que se pusieron de estreno y de fiesta mayor. Los papeles tirados por el suelo se pegaron a nuestra piel y la noche fue un día interminable.

Después llegó el invierno y llovió mucho. Pero surgió otra vez la primavera, y se agostó el verano, y regresó el otoño. Y nosotros seguíamos allí, en aquel balcón mirando al río y con nuestra mirada en ida y vuelta por el horizonte y por nosotros mismos.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

...Y los habitantes esperan a sus casas, es un sentimiento reciproco de cobijo y de espacio vivido, por eso, en agradecimiento la casa conserva el recuerdo de sus olores impregnado en las paredes.
!Que bonito relato Antonio¡...me gustan las casas viejas y cuando entro en ellas oigo cómo me hablan sus espacios suplicando que los trate con mimo, que no destruya la esencia de lo que fueron, y que de alguna manera les devuelva su esplendor.