Me siento derrotado con demasiada frecuencia. Mis derrotas tienen muchas caras, bien lo sabes, pero casi todas apuntan a la imposibilidad de exponer lo que siento con la misma claridad con la que me duele en mis entretelas. Los ejemplos se me acumulan pero, incluso para enumerarlos, me frustro.
Ayer volví a estar con mi madre unas horas en su estancia salmantina. No puedo trasladar a estas líneas más que algunos apuntes de lo que vi y sentí. De hecho, ayer no tuve ánimos para dejar ni una simple frase en esta ventana y hoy apartaré el asunto y lo dejaré solo en este enunciado. Lo acotaré otra vez en un grito resumen: Te quiero mucho, madre. Mucho, mucho, mucho. ¿Qué me frustra, el pudor, el carácter, una educación mal entendida? No lo sé.
Me sucede lo mismo con demasiados asuntos. No escribo todo lo que se me ocurre de mi profesión porque no quiero herir a nadie. Y, sin embargo, de vez en cuando me cargo con enemigos que me recriminan mis opiniones y me piden más contención. Al menos en un par de ocasiones en mi vida se han enemistado conmigo por defender no opiniones personales sino de instituciones en las que participaba. En otra ocasión penosísima, alguien me retiró su amistad por un malentendido que se podría haber ahorrado sencillamente con el silencio por mi parte y con un poco de buena voluntad por la suya.
En fin, de nuevo la duda y la vacilación, la medida entre el valor individual y la percepción de que en mi esencia y en mi actuación están también los demás, el derecho a manifestarme sin ataduras y la contención al comprobar que otras situaciones próximas a mí son dignas de atención y de mejora también. Y el seguir a tientas por estos días procurando mantener algo de dignidad y un poco de respeto. Vale.
domingo, 14 de diciembre de 2008
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