Esa niebla tan honda, tan espesa, difuminó la luz a la hora en que tocaba mi regreso. Llegué con sol espléndido. Me esperaba mi madre. Y pronunció mi nombre en cuanto vio mi cara. Yo me puse tristón y hasta mis ojos acudieron las lágrimas. ¿Cómo no se me iban a saltar las lágrimas? Yo sé que son momentos de lucidez muy cortos, pero son los que son y me toca cuando me toca. Y me dejan tocado, muy tocado. Luego fueron paseos y caricias y besos y contemplarla hermosa, pequeñita, en su silla de reina, y ver morir la tarde, y sentir sus ratitos de enfado y de más nervios a última hora del día, y engañarla un poquito para decirle adiós y que no notara que me alejaba de ella hasta otro día, y volverme y traérmela conmigo, en mí, en mi pensamiento, y dejar que mi mente se diluyera en cábalas, y ahora mismo quererla aquí a mi lado y sentir la certeza de su ausencia. El cielo se hizo niebla, y frío, y noche, y ceguera, y ausencia.
Por lo demás, aquí está el solsticio de invierno. Ya no será lo menos sino lo más. Abrigaremos toda la esperanza de que esto irá hacia arriba, de que sencillamente, como sin hacer ruido, cualquier día sentiremos lo tibio y lo vital apareciendo. Para irle dando tregua, vendrán todos los días de vacaciones, de cenas y comidas, de regalos, de sonrisas fingidas y de risas abiertas, de compromisos varios, de promesas sin tino, de bebidas y guiños a la crisis. Y mañana el día de la lotería. Qué barbaridad. Pero eso será mañana.
domingo, 21 de diciembre de 2008
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