Te sigues preguntando sin descanso por esas fuentes que te proporcionen agua fresca para saciar tu sed. Porque sigues buscando el fin último para todo lo que sucede a tu alrededor y en ti mismo. Seguramente es un empeño vano pero tú desearías tener un momento de lucidez en el que por fin pudieras decir aquí me quedo porque esto es definitivo. Nada nuevo, claro, aunque el hecho de ser uno más en el empeño no te reste ni una miajinina de intensidad ni de angustia.
Porque andas siempre con la mosca detrás de la oreja, tal vez con el deseo más que con otra cosa, de que esto tenga un orden y alguna explicación más convincente. Y, si el autor es alguien -para ejercer de relojero, para ponerlo todo en hora o simplemente para procurar dar las campanadas-, ¿por qué coño no se explica mejor y de manera más sencilla? ¿Qué nos quiere ocultar? ¿Acaso la verdad es tan terrible?
Tu mente, pequeñita, se sorprende pensando en este asunto muchas veces. Siempre con la conclusión del sinsentido y de la angustia última, con el deseo de probar del árbol de la ciencia. O del que sea, coño, pero que te abra luces y desbroce caminos para que puedas hollarlos con sensación alegre y lejos de las dudas permanentes.
Mientras tanto te sumerges en datos muy parciales e intentas capear el temporal como mejor te cuadre, desnortado, sin rumbo, a palo limpio, cayendo y levantándote sin saber si haces bien o estás equivocado. ¿Por qué esta soledad y esta pérdida absoluta de señales? Estás dispuesto a desprenderte de esa cosa rara que se llama libre albedrío y a convertirte en esclavo con tal de que se te enseñe el fin último de todo lo que haces. Sabes que lo que dices es acaso terrible, pero te sientes un muñeco de feria al que le dan todos los golpes en la cara. ¿Quién juega contigo a un juego tan macabro?
Acaso eres tú mismo que no sabes distanciarte ni poner una cerca entre estas ideas extrañas y el discurrir diario, ese que te aproxima a las cosas menudas en las que gastas el tiempo sin saber bien por qué ni para qué. Te acuerdas ahora de Kierkegaard y de Unamuno, de Sartre y de Nietzsche. Y te refugias en Séneca, que hoy te ha regalado la lectura de sus “Cartas morales a Lucilio”. Y así vas tirando, que no es poco.
sábado, 27 de diciembre de 2008
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1 comentario:
Por mucho que nos aferremos a la incertidumbre, el misterio y la oscuridad, la realidad es diáfana, nítida y transparente. Porque no hay campanero, ni relojero, ni autor, ni jugador macabro.
Es mejor que no lo haya, porque de existir sería aún más terrible. No sé quién dijo: “Menos mal que Dios no existe, porque si existiera habría que asesinarlo”. Y tiene toda la razón. Un individuo que reparte a su libre albedrío el bien y el mal, que a unos da todo y a otros se lo quita por entero, haría la vida absolutamente insufrible.
Es más racional, más lógico pensar que no nos diferenciamos en mucho de un perro o de un insecto: son esos estadios de evolución que les llevamos por delante lo que nos permite pensar y nos hace sufrir. Pero tanto su existencia como la nuestra no son sino estelas en la mar.
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