Como cada vez que inicio una ocupación nueva y que se presiente duradera, se me viene encima una preocupación que me ocupa demasiado y me baja un poco la moral. Estoy seguro de que, en el fondo, no es otra cosa que muestra de la timidez que me ocupa siempre, sobre todo en cuanto se plantea la relación directa con los demás. Enseguida se me muestran diferencias evidentes, formas de hacer las cosas que acaso no son del todo iguales, maneras de enfrentar dificultades, ordenamientos distintos de espacios y tiempos…; en fin, toda esa amalgama de variables que exige la convivencia. Siempre he pensado que la convivencia, en general, resulta muy difícil cuando las personas se llevan bien; si no se llevan bien, entonces se torna casi imposible.
Pero tengo que venirme arriba porque, por encima de todo, están las intenciones y las voluntades positivas, y, tras los días más confusos, vendrán los días más luminosos y claros, las acciones más automatizadas y todo lo mejor que se pueda esperar. Seguro. Todo se necesita, el pequeño desahogo emocional, el ánimo que uno mismo se impone y el paso de los días que todo lo regula.
Estuve ayer en Ávila, otra vez, al lado de mi nieta y de mis hijos, viendo cómo va entregando sus días a la vida, dándose cuenta de más cosas cada semana, sintiéndose contenta con nosotros, mimosa con sus padres, rodeada de amor por todas partes, con una infancia hermosa y llena de cariño. Tiene Sara muchísima suerte con sus padres y espero que también con sus abuelos. Solo le falta un poco de impulso para comerse (esta vez literalmente) todo lo que su cuerpecito necesita. Ya deseo de una vez el mejor tiempo, ese en el que los cuerpos también parece que se alargan y se estiran, se llenan de color y movimiento, y crecen al compás de todo en el calor y en el descanso, olvidando catarros, malestares y todo lo que apoca e impide verse libre de las preocupaciones. Vamos, Sara, que quiero verte grande.
Por las calles de Ávila, calles frías aún en estos primeros días de marzo, algunas gentes deambulaban vestidas con no sé qué ropajes y disfraces. Era sábado de carnaval. No hacían otra cosa que lo que a esas mismas horas se repetía en todas partes. Cuando volví a Béjar, ya bien entrada la noche, en la Corredera quedaban los restos de alguna concentración de disfrazados. Por las otras calles se desperdigaban también grupos de apariencia extraña y ruidosos.
Sigo sin entender muy bien este aquelarre y esta necesidad casi compulsiva que tiene tanta gente de vestirse de algo tan diferente. Creo que conozco bastante bien el origen de estas fiestas y su significado originario. Y, a pesar de todo, no entiendo tanto alboroto. No quiero criticar a nadie, solo digo que me encuentro muy extraño cuando me acerco físicamente a estas manifestaciones, que no me dicen casi nada personalmente, que no participaría sin esfuerzo en ellas. Sobre todo, me parecen patéticas las figuras de personas muy entradas en años que se vierten en figuras extrañas y de intención procaz. Me causan cierta pena. Bien sé que todo tiene su explicación y que la gente se desahoga y se vacía. Yo me alegro de que todo el mundo se divierta como pueda. Sencillamente digo que no es mi caso y que hay escenas que me causan pena. Solo eso. Y nada más que eso. No miro con los mismos ojos los disfraces de jóvenes y niños, que me agradan al verlos y que me hacen sentir cierta nostalgia.
Así que a divertirse, y a disculparme el desahogo. Ando un poco caído de moral. A ver si asienta el tiempo y me hierve la sangre de ánimo y de contento. A ver.
domingo, 6 de marzo de 2011
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