Como muestra de la pobreza de la palabra, como ejemplo de que indagar en la exactitud de las cosas a través de la palabra es tarea apasionante y abocada al fracaso relativo siempre (acaso en ello consista su principal atractivo), como homenaje a aquel anhelo imposible de Juan Ramón Jiménez (“Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas”), como óbolo a la armonía siempre buscada y nunca hallada del todo, como reconocimiento de la tensión entre la realidad lingüística y la realidad exterior, como prueba de que la palabra es siempre fámula de la voluntad que la concibe y que la empuja, como simple muestreo de que es el pálpito el que al final siempre queda, como…, recojo esta soleá que lo dice mejor que nadie:
“Dijo a la lengua el suspiro:
échate a buscar palabras
que digan lo que yo digo.”
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