O sea, que tenemos al filósofo a un paso de la comezón de la Moncloa. O, acaso en forma más modesta, con la tentación de una concejalía (no tiene que ser de cultura precisamente) o de una silla de diputado en la capital o en la región. Tiene toda su lógica si se sigue la línea que se ha dibujado hasta aquí.
¿Cuántas veces hemos echado en falta la mirada alta y panorámica de los líderes políticos? ¿Cuántas veces nos hemos quejado de la escasa estatura intelectual de nuestros dirigentes? Yo también lo he hecho y lo hago. Y, cuando lo hago, estoy pensando en la necesidad de ordenar las ideas y los esfuerzos, no en el sentido de alcanzar las victorias electorales sino en el de organizar el presente y el futuro de la comunidad en busca de mejor calidad de vida y persiguiendo algún grado mayor de felicidad.
He dicho comunidad y he dicho felicidad. O sea, que alcance a todo el mundo por igual y que no se base en una variable solamente, aquella que solo conoce los números del banco y los coches que se facturan por mes. Es decir, aquella que no piensa que todo lo que no son cuentas es cuento.
La teoría biempensante dice que cualquier elemento de la comunidad tiene derecho a ejercer la representación de los demás; pero no me resulta menos claro que no todos están capacitados para esa tarea. Quiero y necesito a esas personas que miren al horizonte, que trasciendan el egoísmo personal y el prurito de derrotar al contrario y expongan con argumentos y con humildad alguna posible solución menos mala para el grueso de los ciudadanos. En ese sentido, quiero un filósofo en las instituciones. O al menos -que uno no quiere pedir peras al olmo- alguien que, de vez en cuando, tenga la tentación de salirse del minuto en el que vive y de sus resultados para pensar en una jornada completa al menos, que comprenda que el ser humano es, sobre todo, y acaso únicamente, historia, consecuencia y causa de la siguiente consecuencia. Esa será, me parece, la mejor forma de liberarse de todo para instalarse en sí mismo y en sus posibilidades, de crear un jardín en el que la cosecha dependa del cultivo más que de la semilla y de si el tiempo está lluvioso o luce el sol.
Así decía Ortega: “El hombre, quiera o no, tiene que hacerse a sí mismo, autofabricarse. Esta última expresión no es del todo inoportuna. Ella subraya que el hombre, en la raíz misma de su esencia, se encuentra, antes que en ninguna otra, en la situación del técnico. Para el hombre vivir es, desde luego y antes que otra cosa, esforzarse en que haya lo que aún no hay, a saber, él, él mismo, aprovechando para ello lo que hay; en suma, su producción.” La vida como fabricación de sí misma.
Y todo ello para poner un poquito de orden en este mundo tan deficiente y tan desigual, en esta historia que acumula grietas y desperfectos en demasiadas paredes. Para ello, tenemos que reafirmar la creencia en el ser humano, por el simple hecho de serlo y por ser portador de la historia que todos acumulamos en nuestras realidades. ¿O acaso somos alguna otra cosa que historia? Tenemos que luchar por convertir la vida en un negocio que no sea del todo ruinoso desde ninguna perspectiva, no nos vaya a suceder lo que anunciaba el pesimista de los pesimistas: “La vida es un negocio que no cubre gastos.” Schopenhauer.
Ahí quedan los retos para los existencialistas, para los postmodernos y para el sursum corda. Pero con altura, con benevolencia y con sentido común.
Mucho se pide. Pues esto de las medidas de cada día tiene su asiento aquí, en estas tres o cuatro verdades, semiverdades o falsedades que se han esbozado en algunas entradas anteriores. Lo demás, perdonad, son minucias y ganas de hacer ruido molesto. “A distinguir me paro las voces de los ecos…” A. Machado
jueves, 13 de mayo de 2010
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