Asistí el viernes por la tarde-noche a una conferencia de Luis García Jambrina en el Casino Obrero. Los presidentes del Casino Obrero dedican sus esfuerzos a promover acciones en la institución y aprovechan todos los resquicios que sus fuerzas y sus amigos les permiten. En este caso, Luis Rodríguez, el presidente, aprovechó su afición a las letras y sus amistades con JASP para tirar de la cantera de la USAL. Gracias a los dos y a todo el que hace algo por sacar a un número exiguo de la modorra a la que invita esta ciudad estrecha y este ambiente social envilecido en el que nos movemos.
Vino Jambrina a “charlar” sobre su novela “El manuscrito de piedra”. En realidad “charló” él, seguramente porque a todos nos cuesta distender y dar entrada a la participación de los asistentes, o porque los asistentes no quieren interrumpir el desarrollo del acto ni cortar el hilo del que está en la mesa, o acaso porque habrá que reconocer que ese formato de intervenciones corre dos peligros, a saber: que la “charla” se marche por derroteros inesperados, y que quien viene a “charlar” se entiende que tiene algo más que decir y sabe algo más sobre el asunto que los que no se sientan en la mesa.
Sea como fuere, el caso es que disertó Jambrina acerca de su novela. Y recorrió de manera general algunos aspectos de la construcción de la novela, de su novela y, en realidad, de cualquier construcción narrativa larga.
Afirmó algo para mí muy interesante, aunque he de confesar que se lo creo solo a medias. Aseguró que su novela nació de un impulso más que de un plan estructurado. De hecho decía que iba a ser un cuento y que terminó convirtiéndose en una novela.
¿Qué dirán al respecto esos novelistas que se pasan no sé cuánto tiempo documentando sus obras hasta ponerse a escribir? ¿A quién hemos de hacer caso? Como me sucede en tantas ocasiones, yo se la doy a los dos y a ninguno. ¿Cómo se come eso? Pues de esta manera. No creo que sea posible enfrentar una obra sin un esquema previo bien fijado. Tampoco creo que sea ni posible ni lo mejor ajustarse en el desarrollo a lo que inicialmente se había previsto: las palabras y los personajes cobran vida y terminan dirigiendo al autor por donde no pensaba. Hay, por otra parte, una documentación que está oculta pero que siempre anda a disposición y aguardando a que el autor la llame. ¿De qué sirven, si no, las lecturas, los estudios y los pensamientos que cada cual atesora? Así que menos lobos: ni estudios imbéciles que después se va a tragar un desarrollo literario mínimamente libre, ni milagros absurdos que no se basan en esquemas lógicos.
La novela de Luis es de tipo histórico fundamentalmente (y de muchos más tipos seguramente: lo de la taxonomía es un camuflaje tonto y socorrido para asuntos académicos) y sobre ello también “charló” el autor. Están muy de moda las novelas históricas y les exigimos seguramente algo que no deberíamos pedirles en ningún caso: la prioridad de la historicidad sobre el de las exigencias de la novela. Una novela histórica es, antes que histórica, novela. Y una novela es un ente de ficción que levanta de la nada unos personajes y unas acciones en un tiempo y en un espacio, controlados y medidos según la imaginación del autor. La novela es autónoma, no es un libro de historia sino otra historia diferente. ¿Entonces por qué se llama histórica? ¿Qué hay que exigirle a una novela para que no le pese el calificativo de histórica? Esto: la verosimilitud, ese sentimiento de que lo que se cuenta no es lo sucedido en la realidad histórica con pelos y señales pero sí en sus elementos esenciales, sin anacronismos flagrantes y con la licencia de que interesa más la trama que el detalle, la realidad del panorama que la falsedad de la fotografía concreta.
La verdad es que casi siempre, tanto los creadores de novela histórica más rigoristas como los menos rigoristas pierden el trasero en tratar de asegurar todos los detalles. Coño, no hay necesidad de tal, si una comitiva cruza el río por algún sitio (es caso de la novela de Jambrina), es porque el autor lo quiere, aunque no hubiera tal puente real en aquel tiempo). Repito: la novela histórica no tiene por qué se real sino verosímil.
Hay peligros notables en este tipo de creaciones y mucho más para los lectores próximos a los lugares que sustentan la novela, en este caso la Salamanca de finales del S XV. El peligro mayor es uno y triple (como lo de la Santísima Trinidad: Uno y Trino). Se trata del peligro de leer la novela no como algo autónomo y literario sino como suma de detalles y como superposición de elementos históricos. El autor tiene que tener cuidado en no dejarse dominar por la exactitud de los lugares y de los personajes históricos; la gente del lugar (Salamanca y similares) no debe poner la lupa en hallar escondidos detalles que corresponden o no con la realidad que ellos pueden aportar de esos mismos sitios; algunos de los lectores corren el peligro de husmear entre los hechos de la novela con la insana intención de trasladarlos a la realidad social actual, e incluso con la comezón de darse por aludidos directa o indirectamente. Tres patas del mismo tajo.
De todo eso y de mucho más se habló en la “charla” del viernes en el Obrero. Apenas tuve tiempo para saludar a Jambrina. La noche se adueñó de mis asuntos. Me hubiera gustado departir con más calma con el autor acerca de su obra y de otras obras: él es creador pero es también crítico y profesor: hubiera dado para mucho. Otra vez será.
domingo, 30 de mayo de 2010
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