Pues como, a pesar de todo, la fe de los creyentes “de toda la vida” sigue estando ahí, sería bueno pensar un poco para tratar de entender por qué existe, aunque sea en algo tan brumoso y tan fuera del control de la razón humana.
Me parece que influyen tanto los elementos que proceden del propio ser humano como los que tienen su origen en causas acumuladas por la educación y las costumbres. El ser humano es curioso y debe seguir siéndolo, no debe conformarse con lo que tiene y con lo que controla sino que debe aspirar a conquistar para su razón aquello que le ofrece indicios aunque no lo domine del todo. De ese modo, se podría decir que la razón psicológica última por la que el ser humano tiende a la fe es todo un conjunto de deseos que resultan insatisfechos para su curiosidad. El más importante creo que es el de la inmortalidad, esa aspiración a no agotarse con el hecho físico de la muerte. Creo que ni siquiera los estoicos clásicos superaron este sentimiento y que su postura vital no es en el fondo otra cosa que un intento de intensificar la vida por el fracaso de la muerte, pero guardando ahí una especie de por si acaso. Por supuesto, gentes como Unamuno se morían por esta angustia vital y por este deseo incontenible de la inmortalidad. Por si acaso, sería bueno cumplir pronto aquello de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Esta religión que se practica entre nosotros tuvo la extraordinaria astucia de asociar a sus practicantes a la esperanza de la vida eterna y enseguida conectó con esa base oculta del ser humano que, por razones ocultas, culturales e incluso biológicas, guarda en sí misma tal aspiración.
Tal vez, y aunque parezca casi contradictorio, otra buena razón es la de superar con la sublimación los elementos de dolor que perturban el discurrir sereno de la vida.
La ciencia lucha contra esta lacra pero no consigue su desaparición; el refugio en excusas inasibles termina por anestesiar y sirve acaso como placebo para buena parte de los seres humanos. Y no sirve pensar en la contradicción de un Dios que permite esos males: la sublimación consiste precisamente en la aceptación e incluso en la alabanza del dolor como manifestación de esa voluntad, inalcanzable e ilógica para los humanos, del Dios. Para tapar las grietas, ya se encargan las religiones de nombrar a los intérpretes de esos caminos insondables con jueces únicos cuyas sentencias no se pueden recurrir sino solo alabar.
Lo malo de todo esto es que creyentes tradicionales y creyentes racionales han de pasar por el aro inexcusable de la muerte. Y aun por algo mucho más importante, por la degradación de la vejez, por el pálpito de que todo se va alejando y se arrincona hasta terminar en la soledad más absoluta.
Que el ser humano se acobarde ante lo irremediable me parece algo totalmente disculpable. Que se apabulle a quien quiere enfrentar esa realidad con serenidad y con las bases de la razón merece mi total rechazo. Que el creyente se invente su Dios para colchón de sus imperfecciones, de su degradación y de su acabamiento resulta también comprensible. Que no se sospeche de que esto es tal vez una creación humana que amolda figuras y símbolos según su conveniencia y en busca de su beneficio creo que degrada bastante a quien se niega a curiosearlo.
Creo que seguimos en este toma y daca desde siempre, por más que cada día la postura racional gane más posiciones decisivas. Cada día la ciencia le arranca una hoja al Libro.
Aunque no sé si no se han vuelto a abrir las puertas de las creencias tradicionales de par en par en los tiempos que corremos.
viernes, 21 de mayo de 2010
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