En esta ciudad estrecha en la que vivo, existe la costumbre de mirar las esquelas mortuorias que se pegan en los paneles públicos. Las dimensiones de la ciudad, donde se conoce de vista a mucha gente pero a poca de manera concreta, y en la que, con dos o tres personas que se junten para mirar la necrológica, es suficiente para dar con la identidad del fallecido, invitan a que la costumbre se mantenga y se cultive.
Ayer me pasaron la noticia de la muerte de Pepe Martín Montero, una persona con la que coincidía en muy poco en cuanto a la concepción social y política de la vida pero que me parecía un ser de muy buena voluntad. Aún lo recuerdo con su cara triste cuando la suerte no le acompañaba en el juego de cartas, o en sus devaneos en el Ayuntamiento, dándole vueltas a las cuentas. Lo siento de veras. Descanse en paz.
Pepe era un creyente decidido y un practicante religioso de los de cada día. Su muerte me ha pillado leyendo un ensayo acerca del valor de la religión y de la fe.
Los creyentes, con mucha frecuencia, se plantean la curiosidad por conocer si los no creyentes realmente creen en algo, y, en caso de que algo quede por ahí escondido en su magín, en qué consistirá eso en lo que tal vez crean aunque digan públicamente que no creen. No parece que suceda lo mismo en dirección contraria. Todo el mundo no creyente tiene seguro que los creyentes apoyan sus creencias en algún ser superior al que le conceden incluso formas y figuras precisas, para el ámbito en el que nos movemos, la figura de un ser masculino de edad indefinida, con poderes especiales quizás concretable en lo que pueda ser la idea y la extensión del mismo. Dicho de otro modo, todos nos hacemos una idea de ese Dios en el que los creyentes creen.
Tal vez por ello, la pregunta frecuente que se realiza a los no creyentes, o a los que no muestran su convencimiento en la fe, no nos resulte ni sospechosa ni atosigante; es más, la atendemos como algo natural.
Una vez más, me encuentro en la mayor de las indefensiones y me parece que actuamos guiados por otro tópico que no se sostiene. Veamos.
Uno de esos llamados no creyentes, mira tú por dónde, puede dar muestras de numerosos elementos en los que realmente cree. Y además esos elementos los manifiesta y los señala para que puedan ser medidos y pesados por la razón. En términos generales, se puede decir que cree en todos los elementos de la naturaleza, en la interactuación de esos elementos y en las leyes que la rigen. Y ahí se pierde en el infinito nombrando cosas en las que cree: la ley de la gravedad, la ley de la ebullición, la bondad de la solidaridad, la maldad de la injusticia social, los ciclos naturales… Hasta la náusea.
No hay no creyentes. Estos son los que más creen de todos. La diferencia es que lo hacen en elementos que pueden ser controlados, pesados y medidos de acuerdo con unas leyes que también pueden ser controladas.
¿No estaría mejor formulada la pregunta en la dirección opuesta? ¿En qué creen realmente los creyentes, o sea, esos que dicen que creen? Naturalmente, la conclusión inmediata no los deja en el mejor de los lugares pues se refugian en elementos cuya demostración no está al alcance de la mente humana ni en su extensión ni en su propia idea.
Así que hoy quiero reivindicar el calificativo de creyentes realmente para aquellos que creen de verdad y tienen fundamentos para esa creencia y además verifican esas creencias. En esas verificaciones está precisamente la fuerza de su fe y el ánimo para seguir fundamentando y desarrollando su fe y su entusiasmo.
No obstante, la otra fe sigue ahí, non omnis moriar. Alguna razón habrá que explique su permanencia. ¿Cuáles son, pues las razones que aclaran su existencia? Ya haremos un esquema en otras cuantas líneas. Pero hoy no, …
jueves, 20 de mayo de 2010
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