El recogedor de estiércol trabajaba sin descanso desde hacía varias temporadas. Había heredado el trabajo de sus antepasados y, en su casa, nunca había visto ninguna otra ocupación.
Cada mañana, a punto día, cuando la luz era más tenue y apenas se afirmaban los contornos, aparejaba sus mulos, los enseronaba y con sus dos palas, ajadas por el uso, al hombro, salía de su casa en busca del estiércol del pueblo.
Solía comenzar por la plaza mayor. Entre sus rollos habían quedado las cagarrutas de las cabras de la tarde anterior pues, a la vuelta del campo, hacían campo de recogida en el centro del pueblo, lugar hasta el que venían los pequeños propietarios a buscarlas. Antes de disgregarse, se encargaban de dejar todo rociado con sus excrementos; después cada una obedecía la llamada del amo y emprendía viaje sereno y lento hacia la bodega.
Andrés recogía el estiércol y lo echaba en los serones. Cuando estaban llenos, se marchaba tras los mulos hasta la pequeña finca que tenía cercana al cementerio. Allí lo almacenaba y se sentaba a contemplarlo. En primavera se dedicaba a extenderlo por los campos y por los olivares que llenaban el contorno.
En realidad no sabía de dónde le venía esa especie de fascinación por el estiércol. Una noche –hacía poco que las estrellas se habían colocado en el cielo limpio-, se demoró más de la cuenta. Había ido hasta el corral del estiércol sin idea fija y se detuvo mirándolo.
La proximidad al cementerio le trajo la imagen de la muerte y le aproximó su realidad. Allí reposaban los restos de casi todas las personas que él había visto crecer y morir en el pueblo, allí se había solidificado el tiempo y había agarrado con fuerza el pasado. Por su cabeza comenzaron a desfilar imágenes diversas sostenidas en variopintos personajes. Hasta los fuegos fatuos que se desprendían con frecuencia del cementerio y que él había podido contemplar algunas veces parecían dejar constancia de que el pasado se resistía a cerrar sus puertas.
De pronto le pareció al recogedor de estiércol que su mente se iluminaba y que en ella se abrían las ventanas del futuro. Nunca había sido pretencioso y había llevado su profesión con dignidad y con humildad, con reservas pero sin esconderse de nadie. Ahora, sin saber por qué, se sentía un poco más pleno y satisfecho. Aquellos restos de vida que recogía y que a nadie parecían interesarle eran intermedios entre la muerte y la vida, entre el desprecio y la esperanza. Se imaginaba en primavera repartiendo el estiércol por los huertos y por los olivares y, al extenderlo, sentía la certeza de que estaba extendiendo la vida en aquellos suelos, de que estaba anunciando la vida de nuevo entre los surcos, de que el futuro se iniciaba otra vez desde el recuerdo del pasado y de que la fuerza de los organismos se recobraba de nuevo.
Desde aquella noche comenzó una peregrinación diaria hasta su estercolero. En él se quedaba extasiado un buen rato y en él organizaba y planificaba con esmero su trabajo.
Las mañanas lo sorprendían desde entonces con una buena carga de sueño pero también con la plaza y las calles del pueblo limpias del estiércol, y con la sorpresa de las gentes que, cuando salían a la calle, ya no veían al recogedor de estiércol afanándose en llenar los serones de sus mulos sino las calles limpias y como con un olor lleno de vida y de energía diferentes.
jueves, 15 de octubre de 2009
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2 comentarios:
Curisamente y bien realizado
Buenas tardes, Don Antonio Gutiérrez Turrión:
“…De pronto le pareció al recogedor de estiércol que su mente se iluminaba y que en ella se abrían las ventanas del futuro”.
Y su trabajo hasta ese momento rutinario, se transformó, al darle su justo valor, él mismo y las gentes.
Saludos. Gelu
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