miércoles, 21 de octubre de 2009

OTRA VEZ SALAMANCA

En un día sin tregua, me ha tocado hacerme una escapada a Salamanca. Media mañana. Las clases quedan dadas (es mi día más liviano en carga académica). El mal tiempo me da un respiro parcial pues el cielo amenaza lluvia y el viento se mueve a su antojo. La autovía ya funciona también para mí en toda su disponibilidad. Es la primera vez que hago de día el trayecto con autovía entre Béjar y Salamanca. Todavía mantiene todo descarnado en el trayecto pero la circulación no es densa y se viaja bien. Poco más de media hora y he cambiado el paisaje serrano por el de la aglomeración ciudadana. Todo es ya un paseo casi.

Salamanca me recibe fría y desagradable. La avenida Torres Villarroel me deja al azar un hueco en el que alinear mi coche mientras me acerco a la consulta del médico. En el trayecto aprovecho para reponer fuerzas con algo de bollería (golosín).

Consulta rutinaria pero ya pendiente de unas pruebas médicas de control que realizaré a comienzos del mes de noviembre. Cada día me reafirmo más en la impresión de que acudir a una consulta es sobre todo justificar la existencia del médico y asegurarte de que, si no tienes nada, te lo terminarán encontrando con tal de que la minuta y la repetición de consulta queden acordadas. Incluso uno sale convencido de que la consulta, si quiere, realmente la hace el enfermo y no el médico; para ello no hay más que poner al paciente en situación de hablar, de dar pautas al médico y de, en definitiva, dirigirlo en sus pronósticos. Tampoco tiene el asunto, aunque parezca escandaloso, nada de especial: ¿cuándo la medicina ha sido otra cosa que una mezcla de estadística y de consuelo? Esta vez digamos que estuve a la altura del médico al menos, o sea, que hicimos la consulta a medias y nos orientamos mutuamente. Más o menos.

Después, algunos trámites y vuelta casi apresurada a la carretera para estar en casa a buena hora, entre la lluvia y el frío, entre las nubes y el viento.

Sigo viendo las ciudades como un pequeño enemigo que me acepta pero que no me quiere del todo ni acaba de rendirse amorosamente. Incluso Salamanca, mi segunda o tercera residencia (iba a completar literariamente con “residencia en la tierra”). Allí he pasado muchos años, allí me formé y me deformé, allí aprendí de la vida y soñé con muchas cosas, allí gasté esfuerzos en clases y en cursos. Ahora voy a Salamanca siempre deprisa y la veo como a una amante enfadada y casi hostil, como un ser tan querido mucho tiempo y que, de pronto, te sintiera lejano y desconocido, como una vieja conocida que mirara para otro lado cuando de repente te la encuentras de frente.

¿Serán el frío y las prisas? Me parece que Salamanca vive muy de espaldas a toda la provincia y que parte de la provincia, sobre todo la más distante, vive de espaldas a la capital. Y yo ando anclado en estos montes verdes y otoñales, ya casi amarillentos, lejos de aquellas aulas, de aquellos almacenes donde robaba anchoas que nos comíamos al calor de la tarde y del radiador, antes de que lo que no era razón hiciera de las suyas, los ojos en los ojos y el corazón al viento, lejos de aquellos días de ilusión y de esperanza, después en buena medida de desencanto y de desesperanza.

No quiero que sea así. Quiero querer a Salamanca y que Salamanca me quiera también a mí. Tengo que pasearla más despacio, volver a sus locales más sagrados, charlar con sus gentes, reconocer en ella algo más que clero, ganaderos y funcionarios, anegarme de luz dorada en sus atardeceres, sentir que allí se vive también en el presente, que se razona y se vive también al margen del glorioso pasado unamuniano y de fray Luis. Renuevo este propósito con alguna frecuencia, hasta que vuelvo a comprobar que el noviazgo se mueve entre muchos altibajos.

Me duele Salamanca aunque hoy no me mirara muy de frente.

2 comentarios:

mojadopapel dijo...

Paséala y recordarás, tus recuerdos se entremezclarán con sus calles, su color dorado irá inundando tus pupilas, y puede que al doblar una esquina sientas un beso leve como un soplo.

PENELOPE-GELU dijo...

Buenos días, Don Antonio Gutiérrez Turrión:
Las ciudades, al igual que nosotros, han sufrido en sus carnes el paso del tiempo, desde que dura nuestra relación personal con ellas.
Pero tienen un encanto natural, porque son bellas en sí mismas, y sus arrugas de ahora, están llenas de historias, que a veces guardamos en nuestros recuerdos.
El paso del tiempo, a veces, les hace más atractivas; aunque si llevamos tiempo sin verlas, notemos que han sufrido operaciones estéticas -a veces necesarias-, realizadas por buenos cirujanos plásticos, y otras mal aconsejadas, por inexpertas manos que han puesto parches de toxinas botulínicas que les afean.
Y nosotros, tampoco somos los mismos que pateábamos sus calles, derrochando vida, risas y salud. Ahora, cuando las visitamos, siempre llevamos en nuestra cabeza otros pensamientos, que las dejan en segundo lugar. Y nuestra mirada es de frente, pero crítica.

Saludos. Gelu