miércoles, 7 de enero de 2009

Y NADA HAY ESPECIAL EN EL AMBIENTE

La experiencia del día se recoge con el paso de las horas. Y suelen las primeras ser de reposición de lugares comunes, de hechos ya previstos y de acciones no nuevas. Es el paso del tiempo el que te va poniendo en contacto con lo novedoso, con aquellos elementos que estaban ahí agazapados esperando pero que no pertenecían a la agenda ya escrita.

Hoy es media mañana y nada hay especial en el ambiente. Solo frío, frío intenso, que muestra la crudeza del invierno, el gustito que da saberse dentro y al abrigo del calor de la calefacción, la rapidez con la que el mundo vuelve a su monotonía de las horas diarias, el ritmo de las calles, la lentitud de paso de las últimas horas de ocio, ya llenos el cuerpo y la mente de comidas y de tiempos muertos, la certeza del año nuevo, que va quemando etapas sin descanso, la sensación de que vuelven los horarios, la tierra ahí fuera aterida y oscura.

Para mí suenan los altavoces con música de Vivaldi (Stabat Mater) y yo me dejo adormecer un poco con sus sones. A la espera de que despierten otros bien distintos esta tarde cuando vaya a estar con mi madre unas horitas.

Es un pasar el tiempo como con pocas ganas de que la otra realidad me golpee con fuerza, como pidiendo calma y sosiego, como hablando quedito para no despertarme, como moviendo la batuta con una parsimonia que me mece y me acuna.

Y, sin embargo, bien sé que debo despertar, que ahí fuera anda la gente, que pasan muchas cosas que a mí me pertenecen. Pero esa es la otra parte de este día. Que me deseo tranquilo y sosegado. Lo será solo en parte, bien seguro. Pero hasta aquí el apunte de estas primeras horas.

(Once de la noche)
Qué hermosa fue la tarde con mi madre. Me la encontré algo sola, sentadita en su silla y perorando para consigo misma. Alguna flema se le había desprendido y no me la habían atendido las cuidadoras. Me enfadé fieramente pero me contuve, tomé un pañuelo limpio y realicé lo que tenía que estar hecho.

Y enseguida me la llevé al pasillo. Muy poco a poco me la fui calmando, le susurré el silencio y ella se sintió acompañada y más serena. Me besaba y yo le respondía con los mismos besos. La noche se fue haciendo compañera nuestra en los largos pasillos. Las luces hicieron más visible la ciudad desde la atalaya en la que está subido el Centro del alzheimer.

Y así, muy poco a poco, se me fue poniendo silenciosa. Dábamos paseos de esquina a esquina y cada vez se espaciaban más sus melodías. Yo me sentía feliz contemplándola en silencio, erguidita en su silla y mirando a los lados, como descubriendo por primera vez los exteriores del pasillo. A veces me veía y se veía reflejada a través de los cristales. Y yo la saludaba con la mano. Y movía sus manitas como invitándome a seguir caminando.

Nos pasamos en ese plan susurrante dos horas y media largas. Ya a última hora, tal vez por su cansancio, acaso porque pronto le tocaba la medicación, se puso un poquito más nerviosa y alterada. Pero siguió erguidita y hasta se atrevió a caminar un ratito cogida de mis manos, por el pasillo interno.

Me la llevaron a la hora de cenar después de cambiarla. Se fue por su propio pie, apoyada en los brazos de dos cuidadoras y después de recibir un fuerte beso de mi parte. Y la vi trasponer las puertas del comedor mientras yo recogía mi abrigo para salir hacia el coche.

Me embargó, como siempre, la tristeza, pero hoy fue menos tristeza y un poco más de tranquilidad. Quedaba en buenas manos, aunque no en las mismas manos porque eso es imposible.

Te quiero ver siempre así, madre, serena en tu retiro, tranquila aunque alejada, sosegada aunque por tus caminos. Yo viviré más sosegado si te encuentro otras veces como te he visto hoy. Recuerda que Palmira, tu compañera rubia, me piropeaba todo el tiempo: “¿Quién es esa, tu madre?” “Sí” “Qué buen hijo, ya no quedan muchos así”. Y al rato de nuevo: “¿Quién es esa, tu madre?” “Sí” “Dios te lo pagará, que Dios te bendiga”. Tengo que hacerme acreedor a esos piropos pero me tienes que ayudar con tu tranquilidad y tu silencio. Un besote infinito. Y que descanses, reina.

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