Otra vez hoy mi día se me ha partido en dos mitades distintas en preparación y en emociones. Los meteorólogos no querían que los pillaran otra vez distraídos y auguraron para hoy casi el fin del mundo. Todo pintaba en bastos para quedarme en casa y dejar para otro día la salida al campo. Pero la mañana apareció serena y despejada, sin ventarrones que destrozaran todo, y allá que nos fuimos, por el camino de Montemayor, a hollar las carreteras, a sentir que este sol anuncia ya otras cosas, que hay brotes incipientes en algunos árboles, que el río baja bravo con todas las aguas del deshielo repentino, que el castillo encantado sigue en el mismo sitio, que hay ganado pastando por todas las praderas, que los puentes de la nueva autovía se van haciendo fuertes y pronto estarán listos, que el valle se recoge del frío y nos acoge con sosiego y templanza, y que en él nuestra charla fluye más cantarina. Así hasta el mediodía.
La tarde fue otra cosa. Salamanca y mi madre, su perorata eterna (hoy estaba un poquito más intranquila), los pasillos de luz, mis pensamientos, una vuelta, otra vuelta y una tercera vuelta para volver a empezar con otra vuelta, los pequeños paseos a pie y con nuestro apoyo, los graciosos saludos de Palmira, un vasito de zumo y su rechazo, Juan Pablo y su agradable compañía, Nena y la sensación de estar ahí siempre, llamadas de teléfono (“¿Cómo se da la tarde?”), las horas de la noche y el regreso, esa pequeña espina que queda siempre ahí dentro, la vuelta a lo mostrenco y ordinario, mi cabeza en camino de ida y vuelta, “un no sé qué que quedo balbuciendo…”
Es una mella más en mi barra del pan, de aquel pan que recogía siendo niño en la olorosa tahona de tía Tilde, y que pagaba alguien cuando ya no cabían más rajas en el palo. Es el pan de mi vida, de una vida sin más, como las otras, aunque me pertenece por completo.
sábado, 24 de enero de 2009
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