Hay días que son levantados del polvo por el azar hasta convertirlos en algo más pulido. Aquí me refiero, como siempre, a unos simples momentos, a esos que yo también quiero levantar del olvido, como débil señal de que “algo ocurrió tal día”.
En la contraportada de El País, escribe hoy Rosa Montero un delicioso artículo: “Guerrera”, que se envenena todo por el uso equivocado de una palabra. Recuerda en él ha historia real de una anciana de 82 años que, un día “mustio y helador”, apareció a las puertas de un instituto con la pretensión fascinante de querer “aprender a escribir”.
Me emociono solo con reconstruir mentalmente la escena e imaginármela allí solita, a la puerta, helada de frío pero con la esperanza entera. La profesora que la encontró se puso manos a la obra y en ello anda, casi creando escuela, pues se le han apuntado otras dos amigas. Después reproduce unas consideraciones numéricas acerca del número de analfabetos en el mundo y en España. Termina con esas palabras: “Una de ellas -analfabeta-, la muy guerrera Mari, que en el invierno de su vida decidió lanzarse a la calle una mañana oscura en busca de una escuela en donde la enseñaran. Cuántas veces habrá soñado con poder aprender. Y cuánta fuerza y cuánta inteligencia hay que tener para perseguir ese sueño hasta cumplirlo”.
En cuanto leí el artículo decidí cambiar el rumbo de mis dos clases. Había aquí mucha enseñanza moral y mucha enseñanza lingüística. Como yo estoy convencido de que debo “enseñar para algo”, aproveché el texto para arrimar un sermón de no te menees acerca del valor de la enseñanza y, en concreto, de la lectura y de la escritura para todo el desarrollo vital. Y, cuando ya me iba quedando satisfecho, conduje mis explicaciones hacia el uso de ese “la” con valor de primer complemento (“la enseñaran”), y no de segundo, como se hace en el artículo, cambiando de ese modo todo el significado de la oración y convirtiendo a mi pobre Mari en un objeto de exposición, como si se tratara de una estampa o de una maniquí en escaparate. “La enseñaron”. Pobrecita mía. ¿Qué enseñaban de ella? ¿El pelo? ¿Sus vestidos? ¿Su boca desdentada? ¿Las arrugas propias de su edad? Qué disparate. De modo que todo lo que era un artículo sugestivo se convirtió en algo grotesco y rechazable.
O sea, que dimos clase de sociología, de pedagogía, de didáctica y, para rematar, de gramática. Y se nos fue el tiempo. Allí sigue aguardando el tema nosecuantos. Que nos espere sentado porque mañana vete a saber lo que puede surgir en el camino.
martes, 13 de enero de 2009
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